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La pertinencia de una renta básica (II)

Economistas Sin Fronteras

Juan A. Gimeno —

La propuesta de una renta básica de ciudadanía genera de entrada un cierto rechazo intuitivo que hace muy difícil intentar razonar sobre ello.

El primer temor se refiere al posible efecto desincentivador que pudiera tener para el esfuerzo y la búsqueda de empleo. ¿Supondrá la percepción de una renta garantizada sin condiciones que buena parte de la población opte por salir del mercado de trabajo?

La mayoría de la literatura que defiende este posible incentivo perverso de cualquier subsidio sustenta el razonamiento fundamentalmente en la trampa de la pobreza por el hecho de que encontrar trabajo implica perder el subsidio. Precisamente la renta básica elimina ese problema. Los ciudadanos saben que los posibles nuevos ingresos no hacen perder la renta básica que perciben, lo que hace marginalmente más atractivo todo nuevo ingreso, puesto que es adicional y no alternativo.

Además, ni siquiera para los actuales subsidios (desempleo, por ejemplo), existe una contrastación inequívoca de que tal efecto sea uniforme y concluyente. En algún experimento realizado en pequeñas comunidades la renta básica no supuso un incentivo a la pereza o el alcoholismo, como anunciaron los pesimistas, sino todo lo contrario.

Un estudio (Marx y Peeters-2008) analiza los cambios de comportamiento observados en ciudadanos belgas ganadores de una renta vitalicia e incondicional de 1.000 euros. Muy semejante, por tanto, a una generosa renta básica. Solo una muy pequeña proporción de la muestra cambió su comportamiento laboral tras el premio. Quienes cambiaron o manifestaron su intención de hacerlo subrayaban casi unánimemente su deseo de trabajar menos, más que de no trabajar. La mayor parte de los encuestados reconoció que la renta proporcionaba una mayor seguridad y permitía así ampliar sus opciones y planificar mejor su futuro.

Sumando todos los análisis repasados, puede concluirse que no cabe esperar un efecto grave sobre la oferta de trabajo. Quizás se avanzaría hacia un mejor reparto del trabajo existente por cuanto que una pequeña parte de los trabajadores podrían desear (no necesariamente conseguir) horarios más reducidos. Ello supondría un muy pequeño descenso de la oferta de fuerza de trabajo.

Ese descenso quizás incluya a un porcentaje de personas (todo parece indicar que muy marginal) con pocos deseos de trabajar, bien por “vagos”, bien por otras opciones vitales. Lo que entronca con una de las críticas más espontáneas: ¿vamos a estar pagando con nuestro trabajo a los vagos? Sabiendo que ese supuesto afectaría a una pequeña minoría, la primera reflexión es si permitir que esos vagos queden fuera del mercado de trabajo es positivo o negativo. En situaciones de pleno empleo quizás pudiera discutirse; pero existiendo altos índices de desempleo, posibilitar una “selección natural” de los parados supondría previsiblemente un incremento de la productividad.

Por otra parte, los sistemas actuales de subsidio implican una enorme burocracia, un gasto importante para las administraciones y un calvario para los ciudadanos, intentando (soy escéptico respecto al éxito) separar al necesitado del vago. Probablemente gastamos más en intentar dejar fuera de subsidios al vago que lo que nos costaría pagarles directamente una renta básica. Con graves molestias y retrasos para los necesitados.

Esa mayor libertad que otorga la renta básica implica que cada persona puede elegir más libremente, no solo entre ocio y trabajo, sino también entre trabajo remunerado o voluntariado o tareas domésticas, entre trabajo dependiente o autónomo (el emprendimiento resulta menos arriesgado con un colchón amortiguador de riesgos) y, sobre todo, entre diferentes ofertas de trabajo.

Se advierte del peligro de que la renta básica supusiera un retroceso en el proceso de incorporación de la mujer al mercado de trabajo. Como en tantos otros aspectos, no puede culparse a la renta básica de problemas que deben solucionarse en otros ámbitos y con políticas específicas. Como principio, una renta personal (hay que subrayarlo, personal y no familiar), da siempre más libertad a su perceptor que la ausencia de ella. La renta básica añade grados de libertad a todas las personas; también a las mujeres.

Un temor comprensible y digno de atención iría unido a la posibilidad de que una renta básica indiscriminada pudiera provocar un inmenso efecto llamada de la inmigración, de ciudadanos en situación de pobreza en otros países que se trasladaran a España en busca de una renta segura.

Podría argüirse que el problema que supone la integración de la población inmigrante y la regulación de la residencia es un tema externo al que estamos debatiendo. Pero sería esconder la cabeza no tener en cuenta este posible efecto. Entre otras razones, porque, de producirse, incrementaría aún más los costes del propio programa.

Los estudios no son concluyentes. En general, el efecto llamada fundamental se produce por la diferencia llamativa entre el nivel de bienestar entre el lugar de destino y el de origen. Hay estudios que encuentran un efecto atracción importante cuando existen diferencias relevantes en los beneficios sociales entre países o regiones colindantes, aunque otros no aprecian movimientos significativos.

Consecuentemente, conviene dejar señalado que el peligro de un efecto atracción no es desdeñable y que, de no controlarse adecuadamente, sus efectos pueden resultar muy negativos para la propia viabilidad del programa. Por ello, será muy importante definir adecuadamente cuándo surge el derecho a la prestación.

Un dato importante es que la cuantía de la renta básica no cabe esperar que sea elevada. Si ello puede ser negativo desde la perspectiva ideal de garantía de rentas, conlleva por el contrario una reducción de los temores. Si la renta básica es pequeña, el incentivo a la migración o a no trabajar resultan especialmente poco relevantes.

Un comentario común entre los críticos es que resulta rechazable una propuesta que supone entregar un subsidio de igual cuantía al pobre que al millonario. Quienes así opinan parecen olvidar que en el IRPF existe un mínimo personal y familiar que implica una reducción para todos los ciudadanos: pero no igual para todos, sino tanto mayor cuanto mayor es el tipo medio que soporta el contribuyente. Actualmente se entrega un subsidio… pero de mayor cuantía al millonario que al pobre.

Sustituir ese régimen por una renta básica supone una mejora sustancial respecto a lo que ahora no parece escandalizar a los críticos. Lo importante es comparar el resultado final, tras la aplicación de la reforma global que se propone, con la situación preexistente. Y entonces se verá que el conjunto implica una mayor progresividad y reducción de la pobreza y la desigualdad.

Además, puede arbitrarse un mecanismo por el cual, a partir de un cierto nivel de renta, se reduzca la cuantía percibida en concepto de renta básica hasta llegar a anularse para los ciudadanos situados en el extremo superior de la escala de ingresos. En la propuesta que estudio con financiación del Instituto de Estudios Fiscales, creo preferible mantener limpia de complicaciones la renta básica, de forma que no pierda la gran ventaja de su fácil gestión. Y arbitrar la corrección a través del impuesto.

No merece la pena tomar en consideración el tipo de críticas que aluden a que es preferible el pleno empleo para luchar contra la pobreza o que la renta básica no acaba con todas las injusticias del capitalismo. ¡Evidentemente! Ni puede renunciarse a la consecución del pleno empleo ni existe medida alguna que solucione todos los problemas. Si aceptáramos esa perspectiva, estaríamos en contra de cualquier medida de política económica o social, porque ninguna será panacea universal.

La más radical prevención es la que señala la inviabilidad financiera de la propuesta. Garantizar una renta incondicionada a todos los ciudadanos se teme que exija un montante de recursos inabordable o/y poner en peligro otros programas del Estado de Bienestar. Evidentemente, la implantación de la renta básica no debe implicar perjuicio para las prestaciones en especie, aunque sí conlleva una revisión, nunca a peor, de las prestaciones monetarias.

Estimo que es factible una primera implantación de la renta básica “a coste cero”, absorbiendo el gasto en los subsidios que sustituiría, los mínimos personales y familiares del IRPF y corrigiendo en este impuesto la cuantía de la renta básica para los niveles superiores de renta. Una renta quizás insuficiente para lo que desearíamos, pero al menos equivalente a las prestaciones asistenciales existentes.

Las notorias ventajas que conlleva la renta básica aconsejarían su implantación prudente en lo financiero y en la definición de los beneficiarios. No parecen tan preocupantes el resto de las objeciones que se han ido analizando, ni siquiera (sin despreciarlo totalmente) el presunto temor al desincentivo al trabajo.

Quizás alguno se preguntará por qué tiene que existir un programa que garantice una renta mínima a todo ciudadano. Me gustaría que se preguntara a sí mismo si es soportable la existencia de niveles crecientes de pobreza y de parados de larga duración sin apoyo alguno, si puede saberse que uno de cada tres niños en España está en situación de pobreza… y mirar para otro lado.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.

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