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¿Por qué no castigamos la corrupción?

Fuente: Serie CIS (junio 1988-diciembre 2012)

Gonzalo Rivero / Pablo Barberá / Pablo Fernández-Vázquez

La corrupción política ha sido tema de portada en la mayoría de periódicos españoles de manera casi ininterrumpida durante las últimas semanas. El escándalo de los sobresueldos cobrados por miembros de la dirección nacional del PP se ha unido a una larga lista de casos de corrupción política destapados en los últimos años. De los EREs irregulares del gobierno andaluz a la presunta financiación ilegal de Convergencia i Unió, pasando por el caso Gürtel y los múltiples escándalos de corrupción a nivel municipal; los abusos de poder y el enriquecimiento ilícito por parte de nuestros representantes parecen extenderse por todos los niveles territoriales y partidos políticos. La percepción de la corrupción y el fraude como uno de los principales problemas de España ha sido documentada por Transparencia Internacional, cuyo último índice anual de corrupción sitúa a España entre Botswana y Estonia, lejos de la mayoría de países europeos.

Las causas de la persistencia de la corrupción en nuestras instituciones son múltiples. En nuestra opinión una de sus principales explicaciones se encuentra en la ausencia de un castigo en las urnas a aquellos representantes que incurren en comportamientos delictivos o, al menos, poco éticos. Evidencia de ello es que, en los dos últimos comicios locales, un elevado porcentaje de los alcaldes imputados en casos de corrupción fueron reelegidos: 70% en 2007 y 39% en 2011. A nivel autonómico, casos como los de la Comunidad Valenciana o Andalucía sugieren también que los votantes otorgan poco peso a la corrupción a la hora de decidir la orientación de su voto. Esta pauta contrasta con una visión normativa de la democracia en que esperaríamos que las elecciones sirvieran como mecanismo de control de políticos cuya actuación es perjudicial para sus votantes.

La paradoja existente entre la popularidad de los políticos corruptos y la impopularidad de la corrupción es el objeto de estudio de nuestro más reciente artículo de investigación. Utilizando datos electorales y de corrupción municipal, encontramos un interesante resultado: la magnitud del castigo electoral depende de manera muy significativa del tipo de corrupción de que ha sido acusado el alcalde. Aquellos casos de corrupción que produjeron, al menos en el corto plazo, un enriquecimiento del municipio no generaron ningún tipo de consecuencias electorales. Por el contrario, cuando el escándalo consistía en una merma del bienestar económico de los votantes, estos reaccionaron con un castigo electoral de 5 puntos porcentuales de media.

Para entender la diferencia entre estos dos tipos de corrupción política, vale la pena considerar dos ejemplos que ilustran, en nuestra opinión, la diversidad existente en España. El primero de ellos ocurrió en el muncipio de El Ejido (Almería), cuyo alcalde fue acusado de malversación y desvío de fondos públicos en 2011. Con la colaboración de varios miembros del gobierno local y la complicidad del alcalde, una empresa municipal cedió la prestación de servicios públicos a empresas políticamente cercanas que inflaron el importe de las facturas al municipio. Según la investigación judicial, el desvío de fondos alcanzó una cantidad cercana a los 150 millones de euros, el doble del presupuesto anual del municipio. La actuación del alcalde en este caso constituye una clara apropiación indebida de recursos públicos para su beneficio personal que esperaríamos que fuera castigada por los votantes, siempre que tengan información precisa sobre estos comportamientos.

Aunque la mayoría de escándalos de corrupción a nivel municipal está asociado a un enriquecimiento ilícito de miembros de sus consistorios, ha sido relativamente frecuente que la corrupción haya producido, a su vez, externalidades positivas a nivel económico en el electorado, al menos a corto plazo. Muchos de estos casos están relacionados con la burbuja inmobiliaria, que dio lugar a grandes plusvalías para propietarios de terrenos rurales recalificados y que, en general, supuso para muchas localidades un aumento temporal de la actividad económica impulsado desde el sector de la construcción. Un ejemplo de ello es Pastrana, en Guadalajara. En 2010, el alcalde este municipio de 1.200 habitantes permitió presuntamente la construcción de edificios de viviendas en suelo rústico de protección especial. En una localidad de este tamaño, este tipo de obras puede generar un impacto considerablemente positivo en la economía local, al crear nuevos puestos de trabajo y revalorizar las viviendas existentes. En este contexto, una amplia proporción de los votantes comparten los beneficios asociados con la acción irregular. Incluso si existe la sospecha de que esta decisión política es ilegal, los votantes pueden considerar que el flujo de ingresos para el beneficio “compensa” los perjuicios asociados al comportamiento corrupto del alcalde.

Estos dos casos representas únicamente un par ejemplos de una pauta generalizada a nivel municipal, y cuya validez se mantiene incluso tras descontar el efecto de otros factores que explican el voto en elecciones locales. El gráfico bajo estas líneas resume los principales resultados de nuestro análisis.

Como podemos ver, al considerar de manera agregada las consecuencias electorales de todos los escándalos de corrupción destapados entre 2007 y 2011 (primera fila del gráfico), encontramos que los alcaldes corruptos perdieron de media menos de 2 puntos en su porcentaje de voto, un castigo que estadísticamente es indistinguible de cero. Sin embargo, al diferenciar entre casos de corrupción que incrementaron el bienestar del municipio (segunda fila) y aquellos que lo disminuyeron (tercera fila), podemos comprobar el importante poder explicativo de este factor. Cuando la corrupción genera beneficios que revierten en todo el municipio, muchos electores parecen no tener problema en ignorar el comportamiento irregular de su alcalde y contribuir con su voto a mantenerle en el poder.

Los resultados de nuestro análisis son relevantes tanto para el diagnóstico de la corrupción en España como para el debate sobre las posibles estrategias a seguir para combatirla. En efecto, nuestras conclusiones contribuyen a cuestionar el lugar común según el cual la corrupción en España es endémica por razones de cultura política. Por el contrario, demostramos que los ciudadanos hacen dejadez de su capacidad de sancionar de manera racional: entienden que determinados políticos, aun dispuestos a actuar al margen de la ley, proporcionan resultados positivos para sus conciudadanos. En definitiva, no se castiga porque se tolere la corrupción en sí, sino porque se valoran los beneficios indirectos de la misma.

Este aspecto tiene consecuencias para cualquier programa de lucha contra la corrupción. Desde hace años, las instituciones internacionales han primado la transparencia y la difusión de información como vía para reducir los niveles de abuso por parte de los políticos. Sin embargo, lo que se deduce de nuestros resultados es que la disponibilidad de información creíble sobre las irregularidades cometidas por el alcalde no constituye una condición suficiente para asegurar la penalización electoral. De ahí que, aunque sea deseable, una simple mejora de la transparencia puede no ser lo bastante efectiva como mecanismo de control. Al menos no lo será en un nutrido grupo de casos en los que los votantes exculpan conscientemente a sus representantes en las urnas. Para esos casos, deberemos seguir confiando en sistemas de rendición de cuentas que hagan énfasis en la persecución judicial.

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