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Nación, pueblo y ciudadanía

Jordi Borja

La obsesión por “la unidad indisoluble de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (artículo 2 de la Constitución) expresa esta concepción metafísica de la Nación. Un artículo tan absurdo como contrario a la realidad histórica y a la lógica jurídica. Se prescinde de la realidad plurinacional en que se asienta el Estado español. ¿Cómo además puede un texto legal proclamar la indisolubilidad de un modelo de organización política? Se confunde Estado y Nación y se atribuye a las Fuerzas Armadas “la misión de garantizar la soberanía e independencia de España y defender la integridad territorial (articulo 8 de la Constitución)”. El jefe supremo de las Fuerzas Armadas es el Rey, el pueblo y sus representantes electos no cuentan. Según contaba uno de los ponentes constitucionales, Jordi Solé Tura, estos dos artículos fueron impuestos por la Casa Real por presión de las Fuerzas Armadas y la derecha neofranquista representada por Fraga Iribarne, miembro de la ponencia redactora.

La distinción entre nación y nacionalidad fue un invento oportunista y confusionario: solución para hoy y problemas para mañana. Los catalanes (y vascos), la gran mayoría de los ciudadanos y gran parte de las élites, se afirman como nación como lo ha reiterado el Parlament de Catalunya y consta en el Estatut. También en menor grado en Galicia y en Andalucía existe un sentimiento nacional. Pero las elites políticas y los poderes mediáticos españoles consideran que solo hay una nación, España. Las razones: ignorancia sobre la historia, confusión entre Estado y nación y, sobre todo, afán de monopolizar al máximo todo el poder político.

El resultado fue establecer en la Constitución una dicotomía nación-nacionalidades para que cada uno lo interpretara a su modo. Los políticos españolistas entendían que solo había una Nación-Estado soberano. Una sola patria, un solo pueblo. No era posible reconocer a una parte de la nación como un demos o sujeto político. Pero las nacionalidades se consideran naciones y por lo tanto el Estado debe ser plurinacional y las naciones que lo componen están legitimadas para negociar bilateralmente con el Estado su estatus e incluso optar por la separación.

Resulta evidente que la distinción nación-nacionalidad es hoy fuente de confusión. Si una comunidad autónoma, por amplia mayoría, parlamentaria y social, se declara reiteradamente nación, con argumentos históricos, lingüísticos, culturales, políticos y económicos como ocurre en Catalunya, ¿de qué sirve negarlo? Al contrario, si hay en frente un gobierno como el español que lo niega, lo único que consigue es radicalizar y aumentar el nacionalismo opuesto.

Una discusión académica o legalista sobre el ser nación o nacionalidad es una pérdida de tiempo. Hay una nación cuando un pueblo, con sus divisiones y contradicciones, expresa su voluntad de autogobierno y construye un proyecto político. Si el Estado del que forma parte le niega este reconocimiento solo consigue radicalizar la tendencia nacionalista propia ante la prepotencia del Estado que actúa movido por un nacionalismo dominante que no soporta la emergencia de un pueblo con voluntad de ser nación. La exacerbación de los nacionalismos conduce fatalmente a la explosión de comportamientos pasionales por ambas partes, lo cual genera una suma cero: nadie gana, todos pierden, aunque haya aparentemente vencedores y vencidos.

Brecht y su señor K nos recordó que el mal que conlleva el nacionalismo es que tiende a convertirte en nacionalista de signo opuesto. Y como decía Me-ti, otro alter ego de Brecht, “la autodeterminación de los pueblos forma parte del gran orden (una sociedad justa) siempre que se vincule autodeterminación con el gran orden”. Traducido del lenguaje críptico que tuvo que usar Brecht, la autodeterminación reclamada por un pueblo solo se legitima si el resultado es un modelo político justo para todo este pueblo.

Recuperemos pues el concepto de pueblo y su relación con la ciudadanía. El pueblo es la otra cara del poder político. En nuestro mundo europeo occidental el pueblo emerge con fuerza en la revolución francesa. El pueblo son todos, todos los que se enfrentan con el poder monárquico absolutista y excluyente. Los sectores sociales que apoyan la monarquía son “los enemigos del pueblo”. El pueblo derriba al Estado monárquico y se constituye en nación. Y los que eran súbditos se convierten en ciudadanos, libres e iguales.

En Cataluña hay una evidencia de que existe un pueblo catalán que se ha expresado como sujeto activo, con voluntad política de ser reconocido como nación, es decir, con vocación de autogobierno. Si no se admite previamente esta realidad no hay diálogo ni escenario de pacto posibles. El Estado español fracasó históricamente en la construcción de la “unidad nacional” pero, en el marco de las inevitables interdependencias que se dan en el mundo actual y especialmente en Europa, podría ser un Estado plurinacional. Sin embargo, la ignorancia, la ceguera, el afán imposible de monopolizar el poder y el arraigo de la ideología nacionalista más retrógrada de la casta política española conduce al precipicio de la implosión.

Un pueblo, una nación (sin Estado), que no es reconocido, no es del todo ni libre ni igual. Sufre un déficit de ciudadanía, pues sus ciudadanos ni poseen los derechos que les hacen libres políticamente, ni son tratados por igual que los ciudadanos del Estado español que se asumen como miembros de la nación española. Dicho de otra forma: el ciudadano castellano puede identificarse con su Estado; el catalán no, pues ni siquiera se respeta su lengua.

La otra cara de la moneda es un Estado, el español, que históricamente y hasta hoy no acepta que representantes del pueblo catalán dirijan el gobierno de la nación española. No lo dice una norma formal pero si material. Podríamos convivir en un Estado plurinacional previo pacto de Cataluña con el Estado español, pero no se nos puede exigir ni la sumisión a un poder superior ni la adhesión a una España eterna. No creo que pueda haber matrimonio pasional pero si de mutuo interés y de base contractual.

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