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Las realidades paralelas

Cartel electoral en Barcelona

Jordi Corominas i Julián

Lunes 4 de diciembre. Once y media de la mañana. Camino por la rue de Rivoli mientras chafardeo las tiendas de souvenirs de los laterales a la búsqueda de un regalo navideño que sea digno, algo imposible se mire por donde se mire.

De repente, aparecen. Son cuatro y caminan de frente, hablan muy alto y pasan de largo sin haber reparado en nuestras palabras. Llevaban el lazo amarillo de solidaridad con los presos. En París su simbología no cuenta, pero no lo saben. Sonríen convencidos, como si el mundo fuera suyo y la razón estuviera de su parte.

Lo narrado acaece el mismo día en que todos los Consellers menos Junqueras y Forn salen a la calle previo pago de una fianza ostentosa. Això qui ho ha paga? Sí, la ANC. I qui paga els diners a l’ANC? Misterio de misterios.

Volvamos a los señores de la rue de Rivoli. Puede que se dejaran el emblema color piolín por inercia para mimetizarse con el Procés, a estas alturas un hecho tan cotidiano como lavar la ropa o comprar el pan, pero también puede que tras cada amanecer revisen su atuendo y se cuelguen la medalla enlazada para reivindicar a sus políticos presos y gritar en silencio, para no quedarse afónicos y sonar mejor que Comín en Bruselas, eso de franquistas, pues la opresión es muy mala y hace demasiado frío.

Antes de escaparme unos días a la capital francesa leí sucesivamente La conjura de los irresponsables, de Jordi Amat, y Qué está pasando en Cataluña, de Eduardo Mendoza. El primero, riguroso y repleto de inteligencia en su mirada, es un ensayo que se queda demasiado corto ante la magnitud de los hechos y la conciencia del mismo autor de tener demasiado poco espacio para poder ampliar sus tentáculos, pero aún así convence al cumplir el clásico sine ira et studio de Tácito y radiografiar el despropósito del último decenio con rigor médico, siendo muy difícil reprocharle nada de sus apreciaciones, pues tan irresponsables fueron, por motivos varios, Maragall, Mas, Carod, Zapatero, Rajoy, Montilla, Junqueras, Rovira, Rufián, Soraya y los que quieran añadir al elenco, aquí no se salva casi nadie.

El texto de Mendoza huele más a reclamo comercial de urgencia y gana a medida que se acerca su final al contener valiosas contribuciones a cómo unos y otros usan al Franquismo a su antojo, desfigurándolo, lo que más o menos hemos expresado en estas páginas en infinitud de ocasiones cuando expresamos eso de la Historia para los historiadores, pero oh, resulta que quienes la marean son los políticos y sus numerosos medios afines, magníficos adalides de la confusión.

Por lo demás el texto de Mendoza atesora perlas de inexactitud relativas a los anarquistas, según él su mayoría no era catalana, y produce sonrojo con su humor, porque deben saber que si se trata de él es humor, al hablar de las guerras que surgieron en Europa por culpa de los castillos del Loira, pero nada, dejemos de ser malos. La aparición de estos dos libros indica una mínima voluntad de ir más allá de la noticia MacDonalds y emprender el camino de la reflexión para entender qué narices ha pasado durante estos años.

En París no pensé en ello. Cambiar de ubicación geográfica provoca una saludable desconexión psicológica. Caminé, pensé, visité y leí. Ellos no hablan del tema, es un asunto de consumo interno peninsular, un pez que puede morderse la cola durante años para tenernos entretenidos mientras otros asuntos más importantes yacen en el vertedero legislativo.

Es evidente que vivimos en realidades paralelas, o al menos así lo siento. Al volver a Barcelona el aire no estaba enturbiado ni nada por el estilo, pero el alud de carteles electorales me indicaba haber aterrizado en otro universo. De las bromas francesas sobre Macron, criticado sin piedad y mucha ironía entre carteles y novedades editoriales, a los horrores colgados en farolas y paredes. La histeria de Iceta con sus exclamaciones. Arrimadas impávida y sin expresión. Albiol surrealista, su sino. Junqueras amplificado. La CUP como siempre. Domènech sobrio y Puigdemont plagiándole. Este último será la fuente de mis desvelos más profundos.

Bajo del autobús del aeropuerto en plaça Universitat y veo el reclamo electoral del President cesado y fugado. Mira a un vagabundo dormido. Saco una foto con el móvil que es una pequeña metáfora de la Justicia en este país. Carles sonríe mientras el otro no tiene donde dormir. Sonríe y sueña tranquilo en la capital de Europa, ese nuevo tópico periodístico, cuando ha seguido recortando en silencio, como una mantis devoradora de la cabeza de su amante, porque quiere mucho a los suyos mientras les quita derechos y los conduce a la nada.

Son unas elecciones importantísimas con unos candidatos pésimos. Sólo salvo a Domènech, que casi parece sacrificarse porque nadie en su partido, tras la supuesta ambigüedad de Ada Colau, quería ocupar el puesto principal en los comicios. El Congreso perderá un estupendo parlamentario y quizá el hemiciclo de la Ciutadella tope con un negociador de primera a la hora de decidir Govern, pues el previsible fracaso dels Comuns en la cita de las urnas puede ser su gran victoria.

Más allá de esto debo volver a las realidades paralelas. La primera es Catalunya y el conjunto de España. La segunda son las redes sociales. Gracias Jordi por descubrirnos la fórmula de la Coca-Cola. Estar una semana sin ellas es una gran bendición que se rompe al insertarlas de nuevo en la rutina. Cometí el error de comentar que Marta Rovira no me parece una candidata óptima si de verdad se quiere iniciar una senda de diálogo tras el 21D, a lo que añadía su escaso talante para hablar, algo demostrado entre lágrimas y su ridícula gestualidad de besar el sobre con el voto de su vida el 270 mientras sufría por los muertos que, según ella, podían caer de prosperar las amenazas de España. Entre naifisimo y nacionalismo no hay tanta diferencia. Ese es el peligro.

También dije, y sigo manteniéndolo, que me preocupa sobremanera el boom electoral que las encuestas dan a Puigdemont y compañía, más que nada por mostrar un fracaso de la política. Negándola se consiguen más réditos que practicándola y de mientras las soflamas son siempre más incendiarias y con la enajenación propia de la extrema derecha.

No habían pasado siquiera dos minutos cuando un reputado nombre de las letras catalanas me enmendó la plana y concluyó, algo muy gracioso, que estoy cargado de prejuicios y que por eso no sé analizar bien la realidad. Después dijo algo cómo que se me supone pensante, todo muy elegante para no caer en el insulto, pero vaya, ya volvía a estar en los reinos de la verdad universal, donde un tuit al no tener ni entonación ni matices orales suena como el infierno. Otra realidad paralela, un mundo de impunidad que es otra suma más hacia el despropósito de enfermedades que ha causado el virus del Procés.

A todo esto tras el viaje me puse enfermo de verdad, con un catarro de áupa. Quizá esté pagando el reingreso a la fracción de realidad que me corresponde.

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