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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La debilitación de la integración regional en América: un obstáculo para los derechos humanos

Irene Escorihuela Blasco

Directora del Observatorio DESC —

Que “la solidaridad es la ternura de los pueblos” es algo que en América Latina se palpa a diario. La común historia de ser colonia y patio trasero, las dictaduras y las desapariciones forzosas forman parte de un pasado compartido por la mayoría de sus países. Para cualquiera que conozca la región, no cabe duda de que el continente latinoamericano mantiene viva esa hermandad tan distinta a la de Europa. La crisis de los refugiados, las políticas de austeridad o el auge de la extrema derecha no van precisamente en la línea de la integración. Sin embargo, las instituciones comunitarias son rígidas y ejercen un fuerte poder sobre los estados -que a menudo perjudica los más débiles-.

Una integración regional débil

En América Latina sucede lo contrario: aunque la voluntad y la necesidad de integración han sido vigorosas durante años, los mecanismos a menudo han resultado débiles e ineficaces. La Organización de Estados Americanos (OEA) es la estructura regional más antigua: su creación data del año 1948 y la conforman 36 países del continente americano. Posteriormente, diversas iniciativas subregionales han surgido en base a afinidades políticas, económicas y de proximidad: la Comunidad Andina (CAN), el Mercosur, Unasur, la Alianza del Pacífico, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Esta última, conformada por los 33 estados, es la apuesta más reciente y robusta que ha entrado a disputar la hegemonía regional a la OEA. En ocasiones se ha considerado que la CELAC se configura como un proyecto más legítimo que la OEA por el hecho de no incorporar a los Estados Unidos y Canadá entre sus miembros.

El impulso que Hugo Chávez dio a la integración y cooperación regional, especialmente mediante el ALBA y la CELAC, ha perdido fuerza tras su muerte. Con mayor o menor éxito, el proyecto del ALBA-TCP aportaba fórmulas innovadoras de relación interestatal en materia de solidaridad e intercambio económico. No obstante, el aparente ocaso de algunos de los gobiernos progresistas de la región, las actuales tensiones políticas y las constantes amenazas de “golpes blandos” dificultan todavía más la integración latinoamericana a la que se aspiraba desde las repúblicas bolivarianas y del buen vivir.

Pero... ¿quién vigila a los Estados?

El debilitamiento de la integración regional también afecta de forma clara a la garantía de los derechos humanos en América. Junto con las estructuras regionales de carácter político y económico coexisten los sistemas de protección de los derechos humanos. Se trata de instancias judiciales o cuasijudiciales que velan por el cumplimiento de las cartas o pactos regionales firmados por los estados, donde se comprometen a proteger, promover y respetar los derechos humanos.

En Europa contamos con el Consejo de Europa, nacido en 1949 y formado por 47 Estados. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos es su institución más emblemática: supervisa el respeto al Convenio Europeo de Derechos Humanos. América, por su parte, cuenta con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Con sede en Washington, está compuesto por la Comisión (CIDH) y la Corte, que resuelven sobre vulneraciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH).

La trayectoria de esta institución, sin duda imprescindible durante las dictaduras del Cono Sur, ha sido puesta en duda durante los últimos años por los gobiernos progresistas de la región. La Comisión y la Corte han realizado un sólido trabajo en materia de derechos humanos, pero algunos países han denunciado interferencias políticas en sus actuaciones en el último lustro. Las principales problemáticas: el desajuste entre aportaciones económicas y jurisdicción o la preferencia a actuar en determinados países. A pesar de tener la sede en Washington y de que Estados Unidos financie su actuación, este país no ha ratificado la CADH y por lo tanto no se pueden enjuiciar sus vulneraciones de derechos humanos. Esta anomalía ha llevado a mandatarios como Rafael Correa o Evo Morales a cuestionar su funcionamiento e incluso a abandonarlas, como es el caso de Venezuela. La gota que ha colmado el vaso ha sido la gerencia poco diplomática de Luis Almagro, el actual secretario general de la OEA, quien ha participado recientemente en una pugna con el gobierno de Maduro. Los conflictos políticos en el seno de la OEA tienen un peso importante en este debate.

La CIDH en crisis

Sin embargo, si bien ciertas críticas son comprensibles desde una óptica de izquierdas, otras no lo son tanto. Esgrimir la soberanía estatal para evitar la investigación de vulneraciones de derechos humanos es un error político de gran envergadura. Mal que nos pese, los estados necesitan de un organismo externo e independiente capaz de monitorear los avances y retrocesos en materia de derechos humanos en la región. El marco de sus actuaciones puede ser la OEA u otro foro regional que genere más consenso, pero hasta el momento el instrumento que garantiza los derechos en el continente es la Carta Americana de Derechos Humanos. La propuesta de implementación de un nuevo mecanismo latinoamericano de protección de los derechos humanos no ha llegado a ver la luz.

En la actualidad, una reducción drástica de las aportaciones de los estados conlleva el desmantelamiento de gran parte de la CIDH, recortando el 40% de su plantilla. Financiar un ojo crítico a los gobiernos y apostar por los derechos humanos debería ser una premisa básica para cualquier estado democrático. La campaña #CIDHencrisis denuncia la situación crítica en que se encuentra actualmente este sistema.

Desde las organizaciones de derechos humanos se reivindica el rol de la CIDH y la necesidad de un sistema que vele por evitar y denunciar los abusos de los gobiernos. Las pugnas políticas no deberían debilitar a la CIDH sin una propuesta alternativa. Se trata sin duda una mala noticia para los defensores de derechos humanos de América Latina y la ciudadanía en su conjunto, que quedará desamparada ante el mal funcionamiento de las jurisdicciones nacionales y las vulneraciones por parte de los estados, desgraciadamente numerosas a día de hoy.

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