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Expertos y profanos

Josep L. Barona

Desde hace varias décadas y de manera creciente, la ciencia y la tecnología son parte esencial de nuestras vidas y de la economía del conocimiento en un contexto de mercado global. El hecho merece algunas reflexiones. Hablar de tecno-ciencia industrial es hablar de fuentes de energía, tecnologías de la información, medios de comunicación y transporte, aplicaciones informáticas y electrónicas, industria alimentaria, medicamentos, tecnologías sanitarias, y tantas otras cosas esenciales en nuestra vida. En el entramado social que la sustenta, la tecno-ciencia industrial no sigue una dinámica autónoma, sino que evoluciona de acuerdo con la intervención de una pluralidad de actores: las empresas e industrias que financian y orientan la investigación, los investigadores (científicos, tecnólogos) que desarrollan su expertise y una carrera profesional; las plataformas de investigación, infraestructuras, equipos, aparatos complejos y muy costosos; instituciones públicas, como los laboratorios universitarios, centros de investigación, hospitales; entidades financiadoras estatales o internacionales, públicas o privadas, y todo ello al servicio del uso social y el consumo, es decir de las demandas, las necesidades y las expectativas de la ciudadanía que usa y consume los artefactos y productos. La tecno-ciencia industrial se fundamenta en la demanda social y el coste-beneficio, un beneficio medible en términos económicos, pero también humanos, sociales y medioambientales. Al asociar innovación, demanda y beneficio económico (tridente ideal para las estrategias de marketing), la tecno-ciencia industrial y sus corporaciones han adquirido un poder inmenso que se fundamenta en las estrategias de marketing, las patentes y su explotación industrial.

Los beneficios que este vertiginoso desarrollo tecno-científico han reportado son enormes, han mejorado la calidad y la esperanza de vida de aquella parte del mundo que tiene acceso a ellos y en muchos dominios ha generado expectativas inéditas para solucionar los grandes problemas de la humanidad y del planeta: la producción de energía o de alimentos, el deterioro medioambiental, el control de la natalidad, el cambio climático, el envejecimiento, la lucha contra las enfermedades. Alguien dirá que también ha generado nuevos riesgos, artefactos destructivos y deterioros medioambientales. Sea como sea, el potencial tecno-científico es tan extremo que a menudo genera controversias, especialmente en torno a lo que debe de ser prioritario, o a los límites y sus consecuencias, bien sea para la naturaleza, la sociedad o la dignidad humana. La creación de vida en el laboratorio, la clonación humana o animal, la libertad frente a la muerte o la manipulación técnica de los seres vivos son ámbitos de conflicto porque ponen en cuestión valores y creencias sobre la vida y la muerte, entrañan riesgos, y desafían los más antiguos y arraigados preceptos de todas las culturas.

De manera creciente, el debate en torno a estos asuntos controvertidos suele plantearse desde una dicotomía entre el experto que sabe y el profano que ignora o está poseído por prejuicios ancestrales. Se trata de una forma interesada de reduccionismo que hay que desenmascarar, porque maliciosamente trata de tapar la red de intereses (que puede ser legítima) de todos los agentes en juego: empresas, investigadores, políticos, instalaciones, proyectos de investigación, ensayos clínicos, patentes.

Los productos y artefactos tecno-científicos son tan esenciales en nuestra vida cotidiana (repase usted lo que usa y consume desde que se despierta hasta que se acuesta), que precisamente por eso la ciudadanía ni puede ni debe delegar su responsabilidad en la toma de decisiones. ¿Quién decide en qué se investiga, qué es prioritario, hasta dónde ciertas posibilidades son convenientes o aceptables? Por supuesto, esto no es cosa de expertos y de profanos: en una democracia deliberativa de ciudadanos informados y con derechos, las plataformas civiles, las asociaciones de pacientes o de consumidores, deberían desempeñar una función proactiva y reguladora importantísima. Y las regulaciones deberían expresar el resultado de amplios procesos de deliberación y negociación. Los logros de la tecno-ciencia industrial -se trate de las fuentes de energía, ingeniería genética, riesgos medioambientales, medicina regenerativa, ensayos clínicos…- no pueden estar únicamente al servicio del beneficio económico de las corporaciones, ni de la carrera científica de los grupos de investigación porque las repercusiones sobre la sociedad son inmensos.

Aunque suene naïf hay que luchar por un desarrollo tecno-científico al servicio de la sociedad y no solo inspirado en el beneficio económico que la investigación y la innovación pueden generar. Hay que valorar sobre todo el beneficio social, porque cuando la tecnología es cara provoca desigualdades y exclusión. Las redes sociales y las asociaciones civiles han adquirido protagonismo y presencia pública en los últimos años. Las administraciones públicas disponen de comisiones deliberativas con capacidad de decisión. La retórica que contrapone a expertos versus profanos es manipuladora. La rockera Laurie Anderson alertaba con poesía en su “Now only an expert [can deal with the problem]” que delegar la responsabilidad en el experto para resolver nuestros problemas convierte al experto en el verdadero problema. Leonard Cohen afirmaba más resignado: “That’s how it goes, and everybody knows”.

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