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CV Opinión cintillo

'Eppur si muove'

Marcos García / Marcos García

València —

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En el siglo XVII andaba Roma revuelta con tanto hereje soliviantando a la cristinianísima Francia, a Suiza y hasta al mismísimo Sacro Imperio. Las cenizas de Giordano Bruno todavía debían de estar calientes en el Campo de’Fiori y el jesuita Belarmino –fundador, por cierto, de la plaza cardenalicia que ostentaba el actual Francisco I- ya estaba apilando leña para otro auto de fe. Galileo Galilei llevaba un tiempo haciendo méritos para convertirse en una tea humeante – ya se sabe: ciencia, razón y esas cosas que a la Iglesia siempre le han parecido tan de quemar gente – pero hete aquí que el septuagenario astrónomo se retracta, más o menos, de su defensa del sistema heliocéntrico y el tribunal no tiene más remedio que condonarle la barbacoa por una humanitaria cadena perpetua. Y aquí es donde entramos en la leyenda porque se supone que después de comerse el sermón y apechugar con la condena, Galileo no se pudo contener y farfulló entre dientes: “Eppur si muove” o lo que en castellano, según Google Translator, quiere decir “y sin embargo se mueve”.

Este rollo viene a cuento porque siempre me ha caído bien este tipo. También porque casi quinientos años después el apocalipsis va a llegar. No hablo del fiasco de 2012. Hablo de los medios de comunicación. No hay día en el que las agencias, los periódicos y los eternos popes de la prensa se lleven las manos a la cabeza y entonen un lánguido llanto porque el periodismo tiene los días contados. En los últimos meses – seis, doce, veinticuatro – se multiplican exponencialmente el número de redacciones que han regulado sus efectivos – bonito eufemismo, por cierto, para hablar de una patada en el culo –. Y, sin embargo, el número de lectores no para de crecer si hacemos caso de las cifras del EGM.

Internet, ese maravilloso campo abierto al que cada vez le crecen más puertas, nos ha hecho adictos a la información. La penetración de smartphones y tablets ha llevado la red al sofá. La información está al alcance de nuestra mano. Literalmente. Claro que las malditas pantallas táctiles están llenas de tentaciones: anuncios, enlaces, imágenes, vídeos… Ahora el lector tiene el control, selecciona lo que quiere ver y lo manda al inframundo de la red cuando se aburre o cuando, peor todavía, le parece que lo que el medio le cuenta es un patoso ejercicio de copia y pega. Sobre todo cuando el copia y pega se hace de la última nota de prensa enviada desde el gabinete de (des)información de una administración pública.

¿Y qué pintan los periodistas en esto? La mayoría de cabeceras piensan que nada en absoluto. Para los medios captar la atención del lector se ha convertido en sinónimo de buscar el último vídeo de gatitos en Youtube. Y el día que alguien se invente una app que lo haga sola se acabó el periodismo. Genial. Sólo hay un pero: ¿qué valor aporta eso al lector? ¿Y, sobre todo, al anunciante? ¿Alguien va a pagar por ello? ¿En serio?

En la época de la infoxicación hay otro valor posible. Un valor periodístico que ponga al lector en el centro. Y le ofrezca lo que quiere saber. Lo que necesita saber. Ramón Lobo, maestro, lo ha dicho a menudo, antes y después de ser regulado por su periódico de siempre: “No es una crisis del Periodismo, de sus valores. Es una crisis de la industria que lo mueve, del negocio”.

Tal vez los medios de comunicación, tal y como los conocemos, están condenados a la extinción: son estructuras pesadas, caras y con frecuencia alejadas al día a día del ciudadano. Pero esto no significa, ni mucho menos, que el periodismo ya no tenga razón de ser. Hay una oportunidad para otro periodismo: más pequeño, más cercano, más versátil y, sobre todo, más pendiente del ciudadano. Un nuevo periodismo local hecho desde Internet. Por eso creo que el nacimiento de aventuras como eldiariocv.es son una buena noticia en un panorama mediático cargado de desilusión y pesimismo. Aquí lo tienen, es una cabecera digital, centrada en lo más cercano y con equipo pequeño y muy dinámico. Créanme, estos tíos son periodistas, tienen experiencia y, a pesar de todo, se mueven.

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