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Aznar y la banalidad del mal

El expresidente del Gobierno José María Aznar, el pasado 5 de febrero de 2024.

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Uno de los ensayos más célebres, más aterradores y peor entendidos del siglo pasado se titula “Eichmann en Jerusalén”. Lo escribió Hannah Arendt, una filósofa judía que tuvo que huir de la Alemania nazi y se exilió a Estados Unidos, donde alcanzó una enorme fama como pensadora política. El personaje central de su libro, Adolf Eichmann, fue un teniente coronel de las SS. Un nazi al que durante la Segunda Guerra Mundial se le asignó una misión especialmente atroz: exterminar a todos los judíos de Europa. A todos: hombres y mujeres; ancianos y ancianas, niños y niñas. Sin distinción.  

El libro de Arendt ha pasado a la fama como un ensayo sobre la naturaleza del mal. Algo a lo que ayudó sin duda su subtítulo: “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”. Sin embargo, como su misma autora reconoció después, en su mayor parte no es nada de eso. Cuando uno lo lee – una lectura estremecedora – asiste a una descripción descarnada y metódica del proceso mediante el que los nazis primero pensaron y luego ejecutaron su tentativa de eliminación del pueblo judío. Antes de decidirse a acabar con ellos, habían barajado expulsarlos, la primera solución, o concentrarlos, la segunda. Dada la imposibilidad técnica de ambas, optaron por la que vieron factible, exterminarlos. La solución final. Arribaron a ella en una reunión (no “conferencia”, como suele traducirse) de altos jerarcas nazis en Wansee, en 1942. 

Pocas cosas señalan de una manera más patente la criminal obcecación del nazismo con los judíos que el hecho, totalmente irracional desde un punto de vista militar, de que tomaran esa decisión sin esperar a ganar la guerra. Desviaron un nada desdeñable conjunto de elementos operativos a exterminar a millones de personas civiles, no contendientes, mientras, a la vez, libraban el mayor conflicto bélico de todos los tiempos. Así, al mismo tiempo que sus ejércitos conquistaban Europa, organizaron toda una industria de la muerte a lo largo de la geografía del continente. En cada país invadido, una vez que el ejército defensor se había rendido, los nazis avanzaban pueblo por pueblo y obligaban a los alcaldes a que les entregaran a todos los judíos de la localidad. Los subían a trenes de ganado y nadie sabía ya más de ellos. Hombres y mujeres; ancianos y ancianas, niños y niñas. Todos, sin distinción.

Esa industria de la muerte tenía un principio, que eran esos trenes, y un final, que eran los campos de exterminio. Porque no eran campos “de concentración”, como suele decirse, sino otra cosa. Todo un universo de aniquilación, un conjunto de instalaciones siniestras diseñadas para acabar, del modo más rápido, más barato y más eficaz, con millones de personas que para ellos, en su delirio moral, no eran seres humanos, sino tan solo un problema técnico al que dar salida. 

Eichmann fue el encargado de lo que hoy llamaríamos la “logística” del plan. Toda la complejísima organización de los innumerables trenes que tenían que cruzar Europa, a veces de una punta a otra, hasta las fábricas de la muerte, localizadas siempre en el Este: Auschwitz, Treblinka, etc. Miles de ferrocarriles que atravesaban un continente en guerra, cargados con su desdichada mercancía humana, y que tenían que llegar a destino con precisión germánica. Se dedicó a ello en cuerpo y alma, sabiendo en todo momento cuál era la estación final de los convoyes que él organizaba y lo que significaba. 

Tras la derrota nazi, Eichmann huyó a Argentina, donde vivió ocultó bajo una identidad falsa. Allí fue secuestrado el 11 de mayo de 1960 por agentes del servicio de inteligencia israelí, llevado a Jerusalén, juzgado durante meses y ejecutado en la horca. Fue la única pena de muerte jamás aplicada por el sistema judicial de Israel. Arendt estuvo presente en el juicio, enviada por la revista The New Yorker. Por entonces era ya una pensadora célebre, y “Eichmann en Jerusalén”, que fue el libro que publicó con sus reflexiones sobre aquel proceso y sobre la solución final, se convirtió en un clásico casi de modo instantáneo. Léanlo, es una estremecedora radiografía de los extremos de deshumanización que los seres humanos podemos alcanzar cuando creemos tener razón. 

Como he dicho, fue la propia Arendt la que dejó escrito que esa obra no pretendía ser “un tratado sobre la naturaleza del mal”. Con todo, lo cierto es que desvela con tanta lucidez algo sobre la maldad humana que esa ha sido la lección más influyente de su libro. Observando a Eichmann, Arendt afirma que el mal no es, frente a lo que suele darse por hecho, algo propio de sádicos, de personas crueles, de monstruos morales. Lo que ella descubre, y lo que intenta explicar al lector, es que las peores atrocidades las ejecutan personas completamente ordinarias, anodinas, corrientes. El mal no es perverso, es banal. Lo llevan a cabo, con la conciencia magníficamente tranquila, personas como usted o como yo, que aman a sus familias, respetan a sus vecinos y cumplen con las normas básicas de comportamiento social. 

“Esta normalidad”, sigue Arendt, resulta “mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas”. Y ello porque sus perpetradores cometen sus infamias “en circunstancias que casi les impiden saber o intuir que realizan actos de maldad”. Eichmann sabía que estaba llevando a la muerte a millones de personas. Lo que no entendía, lo que no alcanzaba a vislumbrar, era que aquello estaba mal. Hombres y mujeres; ancianos y ancianas, niños y niñas. Todos, sin distinción, enviados por él al matadero. Pero él no veía mal alguno. Creía, y lo creía sinceramente, que aquello era lo que se debía hacer. 

Me he acordado de esta famosísima tesis de Arendt sobre el mal al escuchar, hace unos días, a Aznar sostener que no entiende por qué a Israel “se le pide comedimiento” en lo que está haciendo en Gaza. A su juicio, “Israel tiene que terminar esta operación, y la tiene que terminar bien para los intereses de todo el mundo occidental”, y por tanto lo que hay que hacer es permitirle acabar cuanto antes. Que le llame “operación” y no “masacre” es muy indicativo, pues el lenguaje es el reflejo de la degradación interior. Aznar no es un nazi ni un fascista, no estoy diciendo eso. Hay un abismo moral y político entre sus planteamientos, que se circunscriben con claridad a la idea básica de la soberanía popular y a los principios del Estado del derecho, y los de un Hitler o un Goebbels, que estaban en otra galaxia normativa. Pero sí que creo que Aznar ha perdido, en el contexto israelí, la capacidad de distinguir el bien del mal. 

Eichmann sabía que sus acciones suponían matar a millones de personas indefensas, pero lo consideraba correcto. Aznar sabe que Israel ha matado a más de 30.000 civiles inocentes, 15.000 de ellos niños, pero lo considera necesario. Ambos, por decirlo con Arendt, “no se dan cuenta” del significado de sus actos o de sus palabras. Hay en ellos una “carencia de imaginación”, una “irreflexión” propiamente moral que les impide ver lo que todos los demás vemos. Los demás vemos el mal. No hace falta que nadie nos lo explique, es inmediato. Ellos no pueden. 

Esa incapacidad ética es complejísima, y a ella se arriba tras un largo camino de deshumanización del rival, un camino que, por lo demás, conlleva siempre una paralela deshumanización del propio ideal. Eichmann lo hacía todo por “el Tercer Reich”, Aznar habla continuamente de “Occidente”. Tal Reich y tal Occidente son, en sus manos, capaces de matar niños inocentes, en un caso porque nacieron judíos, en el otro porque nacieron palestinos. ¿No sería más lógico anteponer su calidad de niños a cualquier otra cosa? La banalidad del mal consiste seguramente en la pasmosa tranquilidad con la que algunos parecen vivir sin enfrentarse jamás a esa pregunta.

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