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Justicia deshonesta: cuando el miedo es peor que la guerra

Foto de archivo de la bandera estadounidense ondeando en la llamada Zona Cero, entre los escombros del World Trade Center.

Charles Kaiser

Si bien es cierto que la guerra representa una amenaza para la democracia, los ataques más dañinos a menudo proceden de dentro. La historia nos demuestra que no hay nada más dañino para las instituciones democráticas que el miedo atroz a un enemigo extranjero.

Rogue Justice (Justicia deshonesta) es el título del magnífico libro de Karen Greenberg y describe todos los ataques a los derechos y libertades fundamentales en Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Afirma que Estados Unidos estuvo a punto de perder las garantías reconocidas por la Carta de Derechos.

Tras el colapso de las Torres Gemelas y el ataque contra el Pentágono, la Administración Bush recurrió sistemáticamente a la estrategia del miedo para justificar sus acciones ante unos ciudadanos traumatizados y así ampliar su poder considerablemente.

No dudó en socavar la libertad de expresión y la libertad religiosa, y, al mismo tiempo, hizo registros injustificados con total libertad y violó la garantía del debido proceso y las leyes que garantizan que todos los detenidos reciben un trato justo y que prohíben el trato cruel o inhumano. En otras palabras, socavó todas las garantías contempladas por la primera, la cuarta, la quinta, la sexta, la séptima y la octava enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Greenberg es la directora del Centro sobre la Seguridad Nacional de la Universidad de Fordham, en Nueva York.

El fallo de inteligencia

El libro arranca con el incomprensible fallo de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, que permitió que se cometieran los atentados del 11S. Un agente del FBI de la ciudad de Minneapolis que trabajaba sobre el terreno les había pasado un informe sobre Zacarias Moussaoui, una ciudadano de nacionalidad francesa y origen marroquí que pagó 8.300 dólares en efectivo a una academia para poder entrenar con el simulador de vuelo 747.

El agente solicitó una orden de registro para acceder al contenido del ordenador de Moussaoui, que había sido detenido porque su visado estaba caducado. En su solicitud incluyó el siguiente comentario: “Este tipo podría pilotar un avión y estrellarse contra las Torres Gemelas”.

Resultó que el ordenador era lo que Greenberg llama “un tesoro de información” sobre los terroristas que secuestraron los aviones y sus planes. Lamentablemente, el FBI lo descubrió tras los atentados.

Washington no reaccionó cuando el agente pidió la orden de registro, que requería la aprobación del Tribunal de Vigilancia del Espionaje Exterior (FISA) de los Estados Unidos. Lo cierto es que el tribunal nunca recibió esta petición porque uno de los magistrados había acusado al FBI de “mentir sistemáticamente para conseguir órdenes judiciales” y había asegurado que “los agentes ya no están dispuestos a implicarse y se limitan a solicitar órdenes al tribunal”.

Esta falta de reacción ante la mayor advertencia lanzada por el FBI desencadenó en una serie de decisiones por parte de tribunales federales y del Congreso que tenían el objetivo de liberar a los servicios de inteligencia de las limitaciones impuestas por el tribunal de la FISA a sus actividades de vigilancia desde su creación en 1978. 

Greenberg describe con mucho detalle cómo estas decisiones contribuyeron a crear un sistema que permitía recabar todas las comunicaciones en Estados Unidos por correo electrónico o por teléfono, en el marco de un programa de vigilancia masiva que permaneció en secreto a lo largo de una década.

La vigilancia y la tortura

Uno de los principales defensores de la nueva política de vigilancia, y de todo lo relativo a la “justicia deshonesta” descrita por Greenberg, fue el ayudante adjunto del fiscal general, John Yoo, que alegremente “ignoró algunos de los principios más sagrados de la democracia y de las leyes de Estados Unidos, en algunas ocasiones sin ni siquiera informar a su superior, el Fiscal General John Ashcroft. Lo cierto es que Yoo a menudo optó por trabajar directamente con la Casa Blanca, donde su aliado clave fue David Assington, un miembro de la oficina del vicepresidente Dick Cheney. Yoo resultó ser el aliado perfecto para la Casa Blanca, que no estaba interesada en  ”los matices legales“. 

En el libro, Greenberg explica que los asesores presidenciales querían recomendaciones y su finalidad no era “determinar qué medidas eran legales sino, más bien, darle una apariencia legal a las políticas que querían impulsar”.

La contribución más vil de Yoo a la guerra entre el terrorismo es, sin duda, sus informes que justifican la tortura. Los que tenían un mayor conocimiento sobre las técnicas de interrogación, entre ellos, una treintena de generales y almirantes retirados, eran de la opinión de que la tortura es completamente contraproducente. En cambio, Cheney y sus secuaces estaban convencidos de que cuando se interroga a un terrorista es imprescindible “entrar en el lado oscuro”.

En un informe, Yoo afirmó que “cualquier intento del Congreso por limitar los interrogatorios a los detenidos en combate podría suponer una violación de la autoridad que la Constitución otorga al presidente como comandante en jefe”. Greenberg señala que esta fue una postura extrema y sin precedentes, con tuvo un profundo impacto sobre todo tipo de leyes, tanto militares como civiles, relativas al trato a los prisioneros.

Ashcroft designó a Jack Goldsmith responsable de la Oficina del Asesor Jurídico en el Departamento de Justicia. Este concluyó que el informe de Yoo parecía “diseñado para garantizar la inmunidad de malos actos” y subrayó que el informe “justificaba las acciones que se estaban llevando a cabo con argumentos extremadamente abstractos”.

En público, la administración Bush utilizó la expresión “técnicas de interrogatorio mejoradas” para referirse a la tortura. Muchos medios de comunicación hicieron suyo este eufemismo y la verdad sobre esta política lamentable no salió a la luz hasta que en diciembre de 2014 se publicó el informe sobre torturas del Senado.

En ese contexto, Dianne Feinstein, senadora por el estado de California, afirmó que “mi opinión personal es que si nos ceñimos al significado más común del término, la CIA torturó a los detenidos”. También subrayó que “el programa no resultó ser un medio eficaz para recabar información de valor o conseguir que los detenidos cooperaran”.

El papel de Obama

El libro termina con una descripción de los progresos relativos de la administración Obama, en un intento por enmendar los abusos de su predecesor. El nuevo presidente rechazó la tortura pero permitió que los responsables de las políticas anteriores quedaran impunes.

Además, Obama es el responsable de otra ampliación impresionante de la autoridad presidencial; el derecho a matar a los estadounidenses con un dron, si se les considera terroristas. 

Los únicos grandes héroes del libro son el informante de la Agencia Nacional de Seguridad, Edward Snowden, que en sus filtraciones a los medios de comunicación reveló el inaceptable alcance del programa de vigilancia y espionaje del gobierno, y los abogados de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU); la entidad que más denuncias presentó para cuestionar las políticas relativas a la lucha antiterrorista. 

“Tal vez han alcanzado menos logros de los que esperaban”, indica Greenberg: “pero al menos han conseguido destapar la situación”. Al relacionar los distintos elementos de la guerra contra el terrorismo la autora también ha hecho una contribución importante a la causa. 

Charles Kaiser ha publicado “1968 In America”, “The Gay Metropolis” y más recientemente “The Cost of Courage”.

Traducción de Emma Reverter

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