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El antiespañolismo de la derecha española

Guillermo López García

Una cosa que llama la atención del crecimiento del independentismo en Cataluña, hasta los extremos de que haya logrado convertirse en un movimiento mayoritario, es que este ha sido rapidísimo. En apenas unos años, ha pasado de ubicarse en torno al 25-30% de los ciudadanos catalanes a superar, según las últimas encuestas, el 50% de la población de Cataluña.

Hay muchas razones que pueden explicar esto; algunas bastante coyunturales, otras menos. Pero brilla con luz propia la que los propios catalanes consideran que ha hecho más en pro de la causa del independentismo: la actitud intransigente y agresiva de la derecha española. Es esta la razón citada por una aplastante mayoría de los encuestados en el reciente sondeo de la Cadena Ser, muy por delante de otras posibilidades. En concreto: un 54,1% de los encuestados atribuyen la responsabilidad del deterioro de las relaciones entre Cataluña y el resto de España al PP y la derecha española. La siguiente opción más citada, “Los malentendidos y/o prejuicios de los ciudadanos españoles y/o catalanes”, recibe un modesto 12,1% de respuestas en total. El PP nunca logró una mayoría más absoluta que esta; ni siquiera en Murcia.

La encuesta impacta por la contundencia de los datos que aporta, aunque no puede decirse que sorprenda. En efecto, el crecimiento del independentismo tiene mucho de realimentación entre polos opuestos (aunque está por ver que, en efecto, también realimente al nacionalismo español que defiende el PP). Tampoco es la primera vez que esto ocurre, pues ya tenemos el precedente, muy cercano, de los Gobiernos de Aznar y su acreditada capacidad para insuflar ánimos al independentismo y a los partidos que lo encarnan.

Esto puede verse claramente si seguimos la trayectoria del partido que en los últimos años había encarnado más claramente el independentismo en Cataluña: ERC. En cuanto a Elecciones Generales, este partido pasó de obtener un escaño en 1996 (las elecciones que dieron paso al primer Gobierno de Aznar) a 8 en 2004, para después bajar hasta tres en 2008 y 2011. En el plano autonómico pasó más o menos lo mismo: ERC sacó 13 escaños en 1995 y 1999 (con un Aznar “maricomplejines”, que aún hablaba catalán en círculos íntimos y gobernaba gracias a su pacto con CiU), subió a 23 en 2003, y después, una vez instaurado el tripartito y con Zapatero en La Moncloa, bajó a 21 escaños en 2006 y 10 en 2010. Dos años después, en 2012, como celebración del primer año de Rajoy al frente del Gobierno español, ERC volvió a subir hasta los 21 escaños.

Se trata de una constante que puede apreciarse también con otros movimientos nacionalistas: conforme más se hace presente, y más verosímil es la amenaza, de un nacionalismo español excluyente, más se realimentan los nacionalismos periféricos, y más excluyentes se vuelven, a su vez.

Quizás se trate de un choque de nacionalismos, y sin duda el PP tiene legitimidad para defender su visión de España. La cuestión es si la visión de España del PP es fiel a la realidad española, y si este partido puede considerarse, en puridad, “nacionalista español”, si tenemos en cuenta que su nacionalismo tiende a excluir a más y más españoles; a considerarlos como enemigos. Que no sólo no aprecia en lo más mínimo lo que tengan que ofrecer las culturas que no sean de base castellana, sino que las observa con sospecha, incluso aunque las diferencias con la cultura que nuclea su nacionalismo sean, objetivamente, muy pequeñas.

Es el problema de ofrecer respuestas simples, e irreales, a un país tan complicado como España. De intentar imponer un proyecto de centralismo uniformizador que considera culpables a los que no se someten a él y los tacha de “antiespañoles”. ¿No será que los verdaderos antiespañoles son los que se niegan a integrar en España a todos los que no pasen por el aro? No sé yo qué opinarán los lectores, pero personalmente cada vez siento más hastío y vergüenza con esta España, y menos ganas de que me asocien con ella.

Espero que la situación se reconduzca y Cataluña no se independice. Más allá de otros motivos sentimentales y pragmáticos que pueda sacar a colación, porque me parece muy poco probable que la España posterior a una hipotética escisión de Cataluña sea un país más moderno, plural y acogedor. Aunque, desde luego, si finalmente no se produce la independencia, no será porque súbitamente los catalanes caigan en la cuenta de que la independencia no está contemplada en la Constitución. Tendrá que ser porque desde el Estado y la sociedad españolas se ofrezca un proyecto mínimamente sugestivo e integrador en el que una mayoría de catalanes (y no sólo de catalanes; del conjunto de los españoles) puedan sentirse a gusto, en lugar de este “patriotismo constitucional” a garrotazos, que se sacó de la manga Aznar para poder defender lo mismo de siempre, y que nada tiene que ver con la formulación del concepto por parte de Jürgen Habermas.

Si la respuesta al movimiento independentista sigue siendo, como hasta ahora, el silencio o la bronca, lo más previsible es que la derecha española logre hacer una España más y más pequeña, mientras proclama que el objetivo es hacerla más grande. Más pequeña en población, en riqueza, en vitalidad y también en territorio. Perdiendo Cataluña, la derecha española podría emular éxitos de su trayectoria reciente, como la cesión de las bases militares a EEUU en los años 50, a cambio de apuntalar el régimen de Franco, o el apresurado abandono del Sahara español en 1975. Todo muy patriótico.

Mientras tanto, entiendo perfectamente las razones por las que arrecia el independentismo. Porque la desafección respecto de esta España no sólo ha aumentado en Cataluña, sino que probablemente lo haya hecho en todas partes, aunque no sea bajo la forma de un movimiento independentista. A fin de cuentas, ¿quién puede estar a gusto formando parte de un país cuyos dirigentes te roban mientras te insultan?

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