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Los “sabios” de Wert no quieren democracia en la universidad

Rafael Escudero

Diez meses después de su creación, se ha hecho público el informe de la Comisión de Expertos nombrada por José Ignacio Wert para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español. Un informe que -a decir del propio ministro- será objeto de un cuidadoso análisis y un amplio debate en el seno de la comunidad universitaria, por lo que es de suponer que será la base sobre la que girará la reforma que se nos viene encima.

Se trata de un documento extenso (84 páginas), desigual en la distribución de sus partes y que -como puede pasar en textos elaborados por más de dos manos- incluye contradicciones internas. Para empezar, su lectura deja una sensación de déjà vu, pues tanto su espíritu como gran parte de su contenido se encuentra en previos documentos patrocinados por entidades como la Fundación BBVA o la Fundación Alternativas; en el informe similar elaborado por otra comisión de expertos nombrada por la Generalitat catalana; en la Estrategia Universidad 2015 del anterior gobierno socialista; e incluso, retrocediendo algo más en el tiempo, en el conocido como “informe Bricall”, que la Conferencia de Rectores encargó en 2000 a otro grupo de expertos y que fue financiado por la CEOE y empresas como Telefónica.

Tampoco el lenguaje y la terminología utilizada ha sido demasiado innovadora. Se repiten a lo largo del texto todos los tópicos, clichés y lugares comunes que han presidido el debate público sobre la universidad y su función en los últimos años. Desde el mantra de la “excelencia” -esa nueva fe en la que coinciden los expertos de Wert con no pocos rectores- hasta la sostenibilidad, pasando por los inefables conceptos de la economía del crecimiento y la innovación, la globalización, la internacionalización, la calidad, la financiación condicionada a objetivos, la rendición de cuentas, la empleabilidad, etc.; fórmulas ambiguas que son susceptibles de justificar cualquier discurso, sea este del tipo que sea.

Pero detrás de estos conceptos late el modelo de universidad que la comisión propone. En el documento se perfilan las bases ideológicas y organizativas para construir una universidad entendida no como un lugar donde generar conocimiento, cultura, espíritu crítico y ciudadanía, sino como un centro de formación profesional cualificada. Desde sus páginas iniciales se destaca como defecto del sistema la baja empleabilidad, es decir, que la universidad no facilita a los estudiantes españoles alcanzar un puesto de trabajo. Para evitarlo, se propone la colaboración institucional entre universidad y empresa a los efectos de detectar las necesidades formativas e investigadoras que requieren los empleadores; la incorporación de profesionales de prestigio en el mundo de la empresa al diseño de los títulos o del mapa universitario; e, incluso, al propio gobierno de la universidad. Todo ello, por cierto, sin que para la mayoría de los sabios de Wert merezca siquiera una referencia a la legalidad de las propuestas. Salvo en la addenda (voto particular discrepante) presentada por los dos juristas miembros de la comisión, que precisamente llaman la atención sobre este aspecto, no se encontrará en el informe ninguna referencia a los necesarios cambios legales -e, incluso, constitucionales- que deberían llevarse a cabo si se quiere implementar este modelo de universidad “pública”.

Las medidas del informe son coherentes con el modelo deseado, empezando por el propio sistema de gobierno de la universidad. Bajo el argumento de simplificar la organización y dar cabida en ella a la sociedad civil (pregunta ingenua: ¿a Repsol o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca?), se diseña en el informe un giro radical en la gobernanza universitaria. Giro que pasa por despreciar al Claustro, suprimir los máximos órganos de gobierno -Consejo Social y Consejo de Gobierno- y reducir a su mínima expresión a los de las facultades, escuelas y departamentos, a cambio de proponer un nuevo órgano -llamado Consejo de la Universidad- que será el que gobierne en ella. Se concibe este como un órgano reducido, compuesto por no más de 25 personas que serían elegidas no solo por el Claustro entre integrantes de la universidad, sino también por las comunidades autónomas. Estas darán voz y participación a la sociedad civil y a agentes externos a la universidad, como por ejemplo a “innovadores y empresarios”, según reza textualmente el informe (segunda pregunta ingenua: ¿alquien se imagina a un gobierno autonómico proponiendo para este órgano a personas no afines ideológicamente?).

Además, no será la comunidad universitaria como hasta ahora, sino este omnipotente Consejo de la Universidad el que nombraría al rector, a quien se refuerza en sus poderes. A juicio de la comisión, el sistema actual de toma de decisiones, en el que participan diferentes órganos, es costoso, poco eficiente y sometido a corporativismos internos. Este es un punto en que se manifiesta claramente el sesgo ideológico de la comisión: en vez de proponer medidas que mejoren la representatividad y los procesos colectivos de deliberación y toma de decisiones, lo que pretende es, simple y llanamente, suprimirlos. Todo el poder ejecutivo y financiero para el rector, incluso la autonomía en la “gestión de recursos humanos”, quien lo ejercerá adecuadamente -sin necesidad de checks and balances- debido a su prestigio académico y valía profesional. Y, si no lo hace, pues ya responderá ante la “sociedad en su conjunto”, lo que es lo mismo que decir que ante Dios y ante la historia. El despotismo ilustrado que destila esta propuesta dejaría a Montesquieu en la puerta de la universidad. Tanto rechina este sistema que, en su addenda, los dos juristas discrepan del mismo al considerar que la entrada de las comunidades autónomas en el gobierno de las universidades puede suponer una vulneración del derecho constitucional de la autonomía universitaria.

El informe propone un sistema de clasificación -y financiación- entre universidades. En primer lugar, estarían las verdaderamente excelentes, aquellas que destacan por su actividad investigadora atenta a las necesidades del mercado y la economía. Estas son las que deberían, a juicio de la comisión, recibir más fondos públicos y, además, gozar de mayor flexibilidad en su uso y destino. Incluso se propone que las universidades puedan fijar libremente sus tasas de matrícula y servicios, para así competir mejor entre ellas. A la cola estarían el resto de las universidades, las cuales deben centrarse en la docencia y en la “dinamización de su entorno geográfico”. Dicho en términos simples, dar clase como academias locales. En consonancia con ello, los docentes deberían ser divididos entre una élite investigadora y el resto del profesorado, que debe dedicarse a impartir una docencia que salga del “cómodo modelo de universidad generalista” en que actualmente está instalada.

Prueba de la alergia por la docencia es que las mejoras salariales contenidas en el documento van dirigidas exclusivamente a los “excelentes” investigadores y no a quienes dignamente se esfuerzan en dar buenas clases que contribuyan a transmitir conocimientos o cultura y formar así a sus estudiantes. Entre los silencios del informe destaca que no se reconozca la exitosa labor docente que desarrolla el profesorado universitario español, siendo como es uno de los peor pagados en el entorno europeo y estadounidense al que tanto se acude en sus páginas.

La sensación de déjà vu aparece, de nuevo, al analizar las propuestas en materia de selección de profesorado, dado que las más relevantes se retrotraen a la Ley Orgánica de Universidades aprobada bajo el gobierno Aznar. Con el nombre de acreditación pública nacional, el informe resucita el viejo sistema de la LOU según el cual para acceder a la condición de profesor funcionario (titular o catedrático) había que pasar primero por una prueba de habilitación nacional y después por un concurso en la universidad que convocaba la plaza. Un sistema que se había revelado costoso, poco operativo e incapaz de terminar con esa endogamia a la que se achacan -no sin razón- buena parte de los males de la universidad española. La comisión acierta al señalar los defectos que tiene el sistema actual, el que sustituyó al original de la LOU: un sistema de acreditación no pública ante una agencia de evaluación (la ANECA) defectuosa y con una evidente falta de transparencia. Pero, volver al pasado no parece la mejor de las soluciones posibles, dado que previsiblemente se repetirán los fracasos que cosechó el viejo sistema.

Otro punto fuerte del documento es la apuesta por la “desfuncionarización” del profesorado, lo que habrá generado sonoros aplausos en el PP. Se recomienda la contratación laboral directa e indefinida del profesorado por las universidades bajo las fórmulas de titular y catedrático. Sin necesidad de acreditación previa, mediante una “entrevista y una prueba oral” pero con total autonomía por parte de cada departamento para establecer el procedimiento de selección, incluso hasta para fijar las obligaciones laborales y el sueldo de los contratados, y con el único requisito formal de no poder contratar a los doctores de la propia universidad salvo paso previo por otra de no menos de 36 meses. Por cierto, que la situación en que quedarían los actuales profesores no permanentes no merece para la comisión ni siquiera la aplicación de un régimen transitorio. Silencio absoluto también en este punto.

Seleccionar libremente profesorado sin mayor fiscalización que la de la “excelencia académica” interpretada por los integrantes del tribunal que resuelve el concurso, es una forma de privatizar la contratación universitaria, excluyéndola de los controles que deben presidir la contratación pública y privilegiando la afinidad ideológica frente a los principios de mérito y capacidad (cuarta pregunta ingenua: un economista de formación e ideología marxista, ¿sería contratado en un departamento dirigido por colegas de ideología neoliberal?). Es, además, una forma de poner en riesgo la libertad de cátedra que la Constitución española consagra para garantizar la autonomía investigadora y docente, tal y como recuerdan en este punto los firmantes de la addenda discrepante.

Estas son las líneas maestras del documento. ¿Serán sometidas a debate público en las propias universidades o, tal y como nos tiene acostumbrados este gobierno, se aprobarán por decreto?

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