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La participación de niñas, niños y adolescentes en el ámbito de la protección: entre el reconocimiento legal y la práctica limitada
La participación de la infancia y la adolescencia en los procesos de protección es, sobre el papel, un derecho innegociable. Así lo establece la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN, 1989) y se recoge en nuestro marco jurídico estatal, especialmente en la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor. Sin embargo, cuando descendemos al terreno de la práctica en los sistemas de protección en España, surge una pregunta inevitable: ¿se está garantizando verdaderamente este derecho o seguimos abordándolo como un mero trámite administrativo?
Del reconocimiento formal a las barreras prácticas
Es indiscutible que en los últimos años se han producido avances normativos y conceptuales. Comunidades autónomas como Catalunya y Navarra han diseñado marcos estratégicos que impulsan la participación efectiva de niños, niñas y adolescentes en las decisiones que afectan su vida. Cataluña, a través del Pla d'Acció en Polítiques d'Infància i Adolescència y de las iniciativas de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA), ha desarrollado experiencias como los Consejos Asesores Jóvenes, donde adolescentes tutelados colaboran activamente en la revisión de prácticas institucionales. En Navarra, el programa Escucha Activa ha introducido procesos sistemáticos que garantizan la consulta directa a los y las menores en la elaboración de su Plan Individual de Protección.
No obstante, estos esfuerzos siguen siendo excepcionales y no representan aún la norma generalizada. En la práctica diaria, muchos procesos de protección continúan reproduciendo patrones adultocéntricos que invisibilizan la voz de las personas menores de edad, tratándolas como objetos de protección en lugar de reconocerlas como sujetos plenos de derechos.
Obstáculos estructurales y culturales
Uno de los principales obstáculos que limita la participación efectiva es la persistencia de una cultura adultocéntrica que sitúa al adulto como único sujeto competente para tomar decisiones, minimizando o directamente ignorando la capacidad de niños, niñas y adolescentes para expresar opiniones válidas sobre su propia vida. Bajo esta mirada, la protección se convierte en un acto vertical, que define unilateralmente el bienestar infantil, sin integrar de manera real las percepciones, deseos y necesidades expresadas por las personas menores de edad.
A esta situación se suma una carencia significativa de formación específica entre los equipos técnicos que intervienen en los sistemas de protección. Aunque existe una creciente sensibilización sobre la importancia de la participación, muchos profesionales carecen de herramientas metodológicas adaptadas a las diferentes etapas evolutivas y circunstancias emocionales de la infancia y adolescencia. La ausencia de competencias en comunicación respetuosa, técnicas de entrevista adaptadas o metodologías participativas limita la capacidad de los servicios para generar entornos de escucha activa y segura.
La rigidez de los protocolos administrativos y judiciales constituye otro freno relevante. Los procedimientos establecidos priorizan frecuentemente la rapidez procesal y la eficiencia burocrática, relegando las necesidades de expresión de los y las menores a un segundo plano. La falta de flexibilidad para adaptar tiempos, espacios y formatos a las características particulares de cada niño o niña obstaculiza seriamente la posibilidad de una participación genuina.
Por último, debe señalarse el miedo institucional a la participación auténtica. En numerosos contextos, se percibe que abrir espacios de verdadera consulta podría cuestionar las decisiones profesionales ya adoptadas, ralentizar procesos o generar situaciones de conflicto difíciles de gestionar. Esta percepción, aunque no siempre explícita, actúa como una barrera cultural que refuerza dinámicas de exclusión de las voces infantiles, bajo la falsa premisa de que se actúa en su mejor interés.
El impacto de un derecho no garantizado
La ausencia de una participación real y efectiva de niños, niñas y adolescentes en los sistemas de protección no constituye únicamente una deficiencia técnica o administrativa: representa una vulneración de derechos con profundas implicaciones en su desarrollo psicosocial y en la legitimidad de las actuaciones institucionales.
Desde el punto de vista individual, no ser escuchado ni tomado en cuenta puede generar sentimientos de invisibilidad, desconfianza y despersonalización. Numerosos estudios en el ámbito de la protección infantil, tanto en España como a nivel internacional, subrayan que la falta de participación incrementa el riesgo de sufrir retraimiento emocional, indefensión aprendida y dificultades posteriores en la construcción de la autonomía personal. La infancia tutelada que no participa en las decisiones que afectan su vida experimenta mayores niveles de ansiedad, baja autoestima y menor percepción de control sobre su propio futuro, elementos esenciales para una transición positiva a la vida adulta.
En términos colectivos, la negación de la participación erosiona la credibilidad y eficacia del sistema de protección. Las medidas adoptadas sin la implicación activa de quienes deben ser sus principales protagonistas tienden a ser menos adecuadas, menos ajustadas a las necesidades reales y, por tanto, menos efectivas. Se reduce la adherencia a los planes individualizados de protección y se incrementan las situaciones de conflictividad institucional, rupturas de acogimiento y abandono prematuro de los recursos de apoyo.
Además, desde un enfoque de derechos humanos, la no garantía de la participación infantil perpetúa una visión adultocéntrica que invisibiliza la agencia de la infancia y refuerza prácticas asistencialistas, en lugar de construir modelos de protección basados en el empoderamiento, la autonomía progresiva y el reconocimiento de los niños y niñas como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho.
Finalmente, es importante considerar que la exclusión sistemática de sus voces genera una pérdida de conocimiento valioso. Los niños, niñas y adolescentes, especialmente aquellos con experiencia directa en el sistema de protección, poseen un saber experto indispensable para la mejora de las políticas y prácticas. Desaprovechar su perspectiva no solo les perjudica a ellos, sino que debilita los propios sistemas públicos de protección, haciéndolos menos sensibles, menos eficaces y menos legítimos.
Garantizar su participación no es, por tanto, un acto opcional ni un añadido decorativo: es una condición sine qua non para el cumplimiento efectivo de sus derechos y para la construcción de sistemas de protección verdaderamente centrados en la dignidad humana.
Buenas prácticas que muestran el camino
Existen en España y a nivel internacional ejemplos que demuestran que una participación infantil genuina no solo es posible, sino también transformadora para los propios sistemas de protección. En el ámbito autonómico, Cataluña ha impulsado de manera pionera los Consejos Asesores Jóvenes de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA). Estos órganos consultivos, formados por adolescentes en acogimiento residencial y familiar, tienen como objetivo ofrecer su visión y propuestas sobre las políticas y prácticas de protección. Este modelo reconoce la capacidad crítica y constructiva de los y las jóvenes, y ha permitido introducir cambios en los protocolos de atención basados en su experiencia vivida.
En Navarra, el programa Escucha Activa del Gobierno Foral promueve la participación directa de niños, niñas y adolescentes tutelados en la construcción de su Plan Individual de Protección. A través de entrevistas adaptadas a su edad y comprensión, se fomenta un diálogo real en torno a sus deseos, miedos y expectativas, facilitando decisiones más ajustadas y respetuosas con su subjetividad.
Andalucía, por su parte, ha desarrollado iniciativas de mentoría social con jóvenes extutelados, como el programa Acompaña, que no solo ofrece apoyo en la transición a la vida adulta, sino que también incorpora su voz en la evaluación y diseño de los servicios, garantizando que las experiencias de quienes han pasado por el sistema sirvan para mejorarlo.
A nivel internacional, UNICEF ha impulsado iniciativas clave como el programa Ciudades Amigas de la Infancia, que promueve en varios municipios españoles la creación de órganos estables de participación infantil y adolescente, como consejos municipales o asambleas locales. En comunidades como Castilla-La Mancha, Extremadura o Canarias, UNICEF ha acompañado la implementación de mecanismos donde los niños, niñas y adolescentes pueden expresar su opinión sobre políticas públicas locales que afectan directamente su vida cotidiana. Asimismo, la organización trabaja en la capacitación de profesionales y responsables institucionales para fortalecer sus competencias en participación infantil, desarrollando metodologías adaptadas, marcos de protección segura para la expresión libre y la promoción de una cultura de respeto a la voz de la infancia. Estas prácticas muestran que con voluntad política, formación adecuada y un enfoque centrado en los derechos, es posible construir sistemas de protección más eficaces y profundamente respetuosos de la dignidad de niños, niñas y adolescentes.
¿Qué cambios son necesarios?
Para transformar la participación en una realidad efectiva, es imprescindible invertir de manera decidida en la formación continua y especializada de los y las profesionales del sistema de protección. Esta formación debe centrarse en el desarrollo de competencias prácticas que faciliten la comunicación adaptada a distintas edades, contextos y necesidades emocionales, incorporando técnicas de entrevista, escucha activa y metodologías participativas sensibles al trauma.
Igualmente, resulta urgente revisar y modificar los protocolos de actuación para integrar la participación como principio transversal en todas las fases del proceso de protección. No se trata de añadir una fase más en los procedimientos existentes, sino de reformular el enfoque completo, asegurando tiempos adecuados, espacios de expresión y mecanismos claros para recoger, valorar y utilizar las opiniones de los y las menores.
Otro cambio indispensable es la creación de sistemas de retroalimentación que permitan a niños, niñas y adolescentes comprender de forma accesible cómo sus opiniones han sido consideradas en las decisiones adoptadas. La participación auténtica implica también el derecho a recibir información clara sobre el impacto de su contribución, fortaleciendo así su agencia y su confianza en los procesos institucionales.
Finalmente, es imprescindible incorporar una perspectiva interseccional en todas las intervenciones de protección. La participación debe ser inclusiva y tener en cuenta la diversidad de experiencias y situaciones que atraviesan las infancias y adolescencias, reconociendo las desigualdades derivadas del género, la discapacidad, el origen cultural o la identidad sexual, entre otros factores. Sin esta mirada, cualquier esfuerzo de participación corre el riesgo de reproducir nuevas exclusiones.
La participación infantil en los procesos de protección no puede seguir siendo una asignatura pendiente. Es un imperativo legal, ético y democrático que exige un cambio de paradigma: dejar de hablar “por” los niños y niñas para empezar a hablar “con” ellos y ellas. Escuchar, creer, validar y actuar en consecuencia son acciones imprescindibles para garantizar no solo el respeto a sus derechos, sino también la eficacia y legitimidad de cualquier medida de protección. Mientras no logremos integrar verdaderamente sus voces en el corazón de nuestras intervenciones, estaremos perpetuando un sistema que protege sin empoderar, que asiste sin reconocer, y que ampara sin construir ciudadanía.
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