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Vidas que no se lloran

Vista del territorio marroquí desde Ceuta. En el fondo, un grupo de inmigrantes./Efe

Máriam Martínez-Bascuñán

Sabemos que la esfera pública se construye en gran parte por lo que no se dice y por lo que no puede mostrarse. Sabemos que existen límites a lo que puede ser dicho en la esfera pública y a lo que puede ser mostrado. Sabemos además, que todos esos límites determinan el marco del discurso político. Sin embargo a veces sucede algo que puede dislocar esos límites. Que nos hace ver por ejemplo, que ciertas vidas son percibidas como vidas humanas, al mismo tiempo que otras, aun estando vivas, no se perciben como tales vidas humanas. Porque de no ser así, ¿cómo interpretar los episodios ocurridos el pasado 6 de febrero en la frontera con Marruecos? ¿Cómo explicar que ante una situación de peligro de muerte se disparasen pelotas de goma para “repeler al inmigrante” en lugar de intentar salvar a toda costa esas vidas humanas?

Quizás ayudaría detenerse en el hecho de que estos sucesos sean tildados a menudo de “tragedias”. Al considerarlos como tales parece que no obedecen a un conjunto de medidas deliberadas. Todos estos acontecimientos aparecen como sucesos inesperados. Como si emergieran de situaciones nuevas. Sin embargo, los últimos acontecimientos deben constituir un estímulo para hacer una reflexión política necesaria que nos ayude a entender el sentido de los mismos y dejar de considerarlos como tragedias.

No deja de ser paradójico que en el marco del debate sobre el aborto, para algunos sea protegible la vida de los que no han nacido mientras unos seres vivos no acaban de verse como humanos. Esto sucede probablemente porque gran parte de la vida política contemporánea consiste en que no todo el mundo cuenta como sujeto. Por eso, la regulación de la vida se aplica de manera selectiva igual que se distribuye de manera selectiva el luto. No todas las muertes son lloradas de la misma manera desde la esfera pública. Es más, algunas muertes no se lloran. Están las muertes que el discurso nacionalista ampara, que ayudan a construir nación y por las cuales la nación guarda luto, y las que no se lloran porque son indoloras, porque pueden percibirse como una amenaza para la construcción de la nación. En este contexto la pregunta de Judith Butler sobre las vidas precarias se hace pertinente; “¿qué permite a una vida volverse visible en su precariedad y en su necesidad de cobijo y qué es lo que nos impide ver o comprender otras vidas de esta manera?”

Para empezar a esclarecer esa pregunta sería interesante indagar a través de las distintas manifestaciones de racismo en un contexto en el que opera bajo formas institucionalizadas y no institucionalizadas, pero muy activas al nivel de la percepción. Tal y como sucede con la discriminación de género, el racismo no debe entenderse como una única estructura. Por el contrario, el racismo forma parte de un proceso estructural que normaliza estéticas del cuerpo; las que aparecen a los ojos de la gente como “normales” y las que se desvían de lo que se entiende por “cuerpos normales”. Por eso el racismo conecta significaciones de feo/bello a características corporales como el color de la piel, el tipo de pelo, o los rasgos faciales. Por eso el racismo se construye a partir de un proceso de jerarquización de los cuerpos que distingue tipos ideales en relación a los cuales otros aparecen como estigmatizados, desviados o inferiores. El racismo además es un medio adecuado de dividir a las personas trabajadoras entre aquellas que son más aptas para desempeñar determinados trabajos físicos o serviles y aquellas que no. Todo esto explica por qué en sociedades comprometidas discursivamente con los valores de la igualdad y de la tolerancia, en las que no es políticamente correcto ser racista, sigue existiendo a nivel sociológico una división sexual y racial del trabajo.

El hecho insólito de estas dinámicas interactivas es que al mismo tiempo que estas vidas permanecen invisibles como vidas humanas, se las petrifica dentro de una existencia marcada como desviada por ser “los otros”. O como dice la filósofa “aquellos que están privados de rostro o cuyo rostro se nos presenta como el símbolo del mal”. Este planteamiento convierte a sujetos en objetos pasivos de políticas “securitarias” sin consistencia, o sin más fundamento que la lógica más primitiva de demagogia electoralista basada en postulados de que la opinión pública es hostil a la “inmigración”. A veces incluso, considerando como inmigrantes a personas que no han emigrado de ningún lugar cuando se afirma que son inmigrantes de “segunda generación”.

Son ya demasiados los investigadores que abordando la política migratoria de los diferentes países de la unión hablan de cálculos electoralistas construidos bajo el aval de los fantasmas colectivos del miedo social. Los que analizan el proceso estratégico mediante el cual la competencia política se cambia por votos que a veces son xenófobos. Y así vamos descubriendo los lugares y las bazas de la auténtica política fascinada por un universo mediático que funciona cada vez más a golpe de sondeo electoralista.

En el contexto de una Europa profundamente antieuropea habría que reconsiderar la cuestión del estatus del extranjero. Si es verdad que los últimos acontecimientos han provocado una grieta que señala la incoherencia del discurso público sobre la vida, esa grieta nos debería ayudar a entender que hay otros marcos posibles que pueden provocar una ruptura políticamente importante. Una ruptura que tiene que ver con la vulnerabilidad creciente de determinados colectivos, con el recrudecimiento de un discurso nacionalista que extiende mecanismos de vigilancia bajo dudosos protocolos de seguridad que suspenden derechos, y que desarrolla formas explícitas e implícitas de censura.

La crisis económica y los sondeos electoralistas han cambiado la manera de entender la inmigración. Esta nueva forma de política coercitiva debería cuestionarse desde un marco que pusiera en un lugar central los derechos humanos. Además de esto, todo lo sucedido debería invitarnos a hacer una reflexión más profunda: ¿qué esconde ese sentimiento de vulnerabilidad insoportable que queda expuesto cuando las fronteras de un estado son “violadas”? Quizás todo cambiaría si entendiéramos que los Estados están expuestos a los demás. Son vulnerables por definición. Dependen de lo que hay fuera para sostenerse. Hoy más que nunca el reconocimiento de esa vulnerabilidad, antes que cualquier pretensión identitaria, debería ser el punto de partida de nuestra vida política.

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