El Garrobo: de la lucha contra los franceses a la guerra contra la despoblación

Charo Solís / Charo Solís

Sevilla —

El Garrobo sabe lo que es renacer de sus cenizas. Como reza el pórtico de la iglesia de la Purísima Concepción, el templo fue construido en 1614 y casi dos siglos después, en 1820, quedó completamente destruido, arrasado e incendiado, al igual que todo el pueblo por las tropas francesas. Lo que era una aldea de apenas un centenar de habitantes se reconstruyó y ahora, sobre casi los mismos cimientos, intenta mantenerse en pie en su guerra esta vez contra la despoblación, un enemigo al que no son ajenos otros municipios del país.

Seis vecinos y un mismo diagnóstico. Francisco Orillán, Juan José Pavón, Mercedes Almendral, José Herrero y Paco Trujillo señalan a la falta de oportunidades laborales como la causa de que cada vez haya menos garrobeños. “Aquí no hay nada” es la consigna que replican más o menos con las mismas palabras. Los jóvenes se marchan y sólo se quedan los mayores. Pese a ser una localidad que goza de buenos servicios públicos y una comunicación excelente con Sevilla, de la que dista tan sólo 40 kilómetros por la autovía de la Ruta de la Plata, y con Mérida y Portugal, no es ya atractiva para los que son el presente y el futuro. Prefieren la comarca del Aljarafe, Camas o la capital hispalense para trabajar y vivir, o bien la vecina localidad onubense de Aracena, de cuyo parque natural El Garrobo es la puerta de entrada.

Las mejoras y el paro

Eso no pasaba 40 años atrás. Cuando se eligieron los primeros alcaldes democráticos, como recuerda Juan José, “los cuatro latifundios que nos rodean al norte, sur, este y oeste daban trabajo a todos, junto a la Venta del Alto, el cisco, la poda y la construcción”. “Ya no es así, la gente no quiere el campo porque es duro, está mal pagado”, afirma, mientras asiente a su lado Francisco, que recuerda cómo siendo un chiquillo se ganaba un jornal de 15 pesetas en el campo. Eso le ha dejado secuelas, como agacharse cada vez que ve un céntimo en el suelo, porque como explica, “cinco céntimos es lo que yo venía a ganar por aquel entonces”, mientras su amigo apostilla, “no era vida, de sol a sol. No era progreso, era la esclavitud”.

Aunque Francisco destaca como cambios importantes en estos cuarenta años la mejora de las infraestructuras, el alumbrado público y, sobre todo, la red de saneamiento, porque a finales de los setenta y principios de los ochenta se seguía haciendo cola para coger agua en la plaza del pueblo o del manantial, Juan José pone el acento en la mejora en el ámbito sanitario y educativo. “Con la salud no se juega, y la educación es lo más importante”, dice con rotundidad alguien que con trece años ya trabajaba en el campo y que tiene un hijo universitario y ahora opositor.

Juan José y Francisco ya están jubilados, Paco tiene sólo 26 años. Está casado, con un hijo de dos años y en paro. Lo tiene claro: quiere estar en su pueblo, pero en cuanto le salga algo, sea donde sea, se marchará. Su área de influencia es Camas, donde asegura que casi siempre le suele salir algún trabajo. Antes vivía en el Aljarafe sevillano, pero echó cuentas y le salía más barato vivir en El Garrobo. Volvió y ahora sobrevive cuidando algunos animales porque el campo no compensa.

Prefieren cuadrillas de gente de fuera a la que le pagan menos. Ahora es la campaña de la aceituna, pero si me pagan a tres euros la espuerta, tengo que coger al menos 10 para sacarme 30 euros, ¡eso si logras cogerlas! Y si le quitas 5 euros diarios de gasoil entre ir y venir, al final no interesa. Trabajas por 500 ó 600 euros al mes”, dice con resignación. De los doce jóvenes de su quinta del pueblo, asegura que diez u once están parados.

Jóvenes “blanditos”

A Mercedes Almendral nadie la conoce por su apellido. Es Mercedes “la de la Alegría”, el mote que heredó por llamarse su madre así. Ella también ha sufrido el éxodo de sus hijos. Se han tenido que marchar algunos de ellos porque no encontraban nada de qué vivir en el pueblo. Pero cree que al problema de la falta de trabajo, se une también un poco la falta de ganas de trabajar. “Los jóvenes de hoy son un poco blanditos, y eso es porque siempre tienen un respaldo”, critica.

Lo dice cono cocimiento de causa. Su madre la sacó del colegio a los 9 años para trabajar en el campo acarreando agua para los jornaleros, a los 19 tuvo su primera hija y luego vendrían siete más. Su marido le abandonó y los sacó adelante ella sola, primero como limpiadora y luego como cocinera en la Venta del Alto. Iba andando a diario, con sol o lluvia, y si tenía suerte alguien le acercaba en coche. Muchas bocas que alimentar y muchas veces doblando turnos para conseguirlo. Empezaba a las siete de la mañana y volvía a las dos de la madrugada. “Mucha fatiga”, resume, aunque no le pesa porque, como dice henchida de orgullo, sus hijos “son buenos, educados y todos tienen sus trabajos y sus buenas casas”.

A Mercedes le da pena que se vacíe El Garrobo. Es un pueblo “tranquilo, limpio, ordenado” con “buenos vecinos”, aunque “ya la gente no es como antes”, apostilla. A ella le ayudaron sus vecinas más de una vez cuando no le llegaba para alimentar a su prole; también sus jefes, los dueños de la Venta del Alto, quienes al verla llorar a escondidas una Nochebuena porque no tenía nada para sus hijos, le dieron un sobre con 50.000 pesetas y una caja llena de comida de la que aún es capaz de enumerar uno a uno cada alimento que contenía.

Ahora le pasa como a Paco, que a los vecinos de toda la vida sí los conoce, pero “no a los nuevos que viven en las casas rojas, amarillas y blancas”. Para Paco, ese ha sido el único cambio que ha habido en su localidad natal desde su infancia: tres urbanizaciones de casas chalés adosados surgidas al calor del boom inmobiliario para atraer a nuevos vecinos. “Es gente que va y viene del trabajo, pero no se integra”, afirma, y Mercedes remata con “no se toman ni un café en el pueblo”.

Todos coinciden en que haría falta algún proyecto industrial importante que diera oxígeno al El Garrobo. No saben precisar qué tipo de industria, pero su alcalde, Jorge Bayot (Adelante Andalucía), sí tiene algunas ideas. Tienen suelo para que desde la iniciativa privada se pusieran en marcha proyectos como un centro logístico o una planta de reciclaje. “Tenemos una superficie de 35 hectáreas baldías, pero el Ayuntamiento no tiene capacidad económica para hacer nada. Estamos dispuestos a dar todas las facilidades del mundo para que se asentase un proyecto que trajera la estabilidad laboral que ayudara a fijar la población joven”, explica.

Un diamante en bruto

Convencido de que El Garrobo es un “diamante en bruto”, y que tiene un “gran potencial” por su ubicación estratégica, confía en que esa inversión llegue algún día, y mientras tanto se exploran nuevas opciones. El turismo rural, de la mano del senderismo, en este municipio que está a las faldas de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche es un recurso que aún no termina de despuntar, aunque Bayot advierte de su estacionalidad y por esa razón se debe combinar con otras alternativas como la agricultura ecológica.

El primer edil, el último en una larga lista de alcaldes que desde 1979 han gobernado en alternancia entre PSOE e IU, llama a las diputaciones, gobiernos autonómicos y Gobierno central a ponerse las pilas ante la despoblación. “Es un fenómeno que se veía venir y no se ha tomado ninguna medida, ¿a nadie se le ha ocurrido ninguna política preventiva?”, protesta, y pide políticas rurales que vayan más allá del PER o planes que duren 4 ó 5 meses que son “pan para hoy hambre para mañana”.

Mientras ese balón de oxígeno llega a esta localidad de 789 habitantes (en la década de los 60 superaba los 900), Bayot sigue poniendo a punto el pueblo para ese día en el que ninguno de sus vecinos se tenga que ir. Con más y mejores zonas verdes, con un campo de fútbol de césped artificial, planeando la construcción de una piscina municipal o recuperando el lavadero al que, cuando él era pequeño, iban las garrobeñas a lavar la ropa.