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Abran los ojos

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Les propongo un ejercicio. Sencillo. Inocuo. Intenten recordar la primera vez que alguien les contó un cuento. ¿Qué sintieron? ¿Duermen en la cuna o en la cama? ¿Hace frío? ¿Es de noche? ¿Cómo es la voz que nos cuenta? ¿Escuchan el cuento con los ojos cerrados, o bien abiertos? Intenten recordar qué abismo abrió esas tres palabras únicas en el mundo: Érase una vez. A partir de ese momento, la historia contada cobra vida. A partir de ese momento, el cuento nos sucede, nos ocurre.

Cierren los ojos durante unos segundos. Érase una vez una mañana clara, apacible. Imaginen que despiertan y se meten en la ducha. No hay oscuridades camufladas en la escena. La felicidad es sentir el agua templada correr por su cuerpo, a su antojo. Usted tiene marido, hijos, nietos. Usted se siente afortunada, aunque a veces no advirtamos la dicha hasta que se quiebra.

Siempre ocurre de la misma manera: un día te duermes siendo niña, dejándote contar, y a la mañana siguiente setenta años han ensartado tu cuerpo. La casa está limpia y ordenada. El jarrón de la entrada luce las flores despeinadas. Imaginen que al abrir el grifo del agua caliente una vibración se instala en su pecho. Y la vibración sube hasta la cabeza paralizándole el cuerpo. Y el mundo le da vueltas, tantas, tantísimas vueltas, que no atina a encontrar las palabras exactas para tal desconcierto. Y la canción que tarareaba bajo el agua caliente le inunda de escombros la garganta. Y escucha a la muerte susurrarle: Érase una vez. ¿Érase una vez? Imagine que está usted sola, aunque no esté sola en la vida y tenga esposo, hijos, nietos, amigos. Porque ya sabemos que la enfermedad es ese lugar al que se viaja completamente sola.

Sola. 

Imagine ahora que tras la sacudida logra arrastrarse hasta la cama. A partir de ahí recuerda bien poco. Débiles fogonazos. El desorden se instala en su mente y ya no hay fuera ni dentro ni derecha ni izquierda. No puede hablar. No puede comer. No puede beber. Érase una vez. Esas tres palabras abren un abismo. Su abismo es un talud apenas imaginado.

Un joven de unos treinta años ingresa junto a usted en el pasillo de la sala de urgencias por tener alucinaciones. Tiene los ojos muy abiertos y escucha atentamente las palabras de su cabeza. Planea sobre todas ellas una sensación de final

El equipo de urgencias acude a la llamada de su familia. Le diagnostican un episodio vertiginoso. Reposo. Medicamentos. El mundo que continúa haciendo cabriolas. Lo fuera, dentro. Lo dentro, en ninguna parte. No hay dentro. Imaginen. Imaginen no tener un dentro al que asirse.

Transcurren veinticuatro horas y su familia no ceja en su empeño. Vuelven a llamar a la ambulancia. Imaginen un par de camilleros jóvenes bajándole con mimo escaleras abajo, hablándole con cariño –vamos, vamos señora, que se va a poner bien pronto–, cubriéndole las piernas, custodiando su dignidad. Treinta horas. Han transcurrido treinta horas desde el primer fogonazo.

Imaginen dieciocho camillas apiladas en una sala. Siete pegadas a la pared con los carteles de “Con oxígeno”. Siete pegadas a la pared desnuda. Otras tantas camillas amontonadas en el centro de la sala. Un señor sin compañía vomita su propia muerte. Una señora escuálida, anciana, cansada, llama a su madre como si fuera una niña. Un joven de unos treinta años ingresa junto a usted en el pasillo de la sala de urgencias por tener alucinaciones. Tiene los ojos muy abiertos y escucha atentamente las palabras de su cabeza. Planea sobre todas ellas una sensación de final, de colorín colorado, del cuento aproximándose a su desenlace. Pero usted continúa oyendo esas tres palabras. Érase una vez. Imagine.

Once horas después de analíticas, suero, inyecciones varias, el doctor B dice: 

–Descartamos cualquier problema neurológico. En un ratito estará usted de vuelta a su casa. Episodio vertiginoso.

Imaginen que la mano de su hija se estremece en el abrazo con la suya. Su hija pregunta: 

–¿La mandan a casa? ¿Y cómo han descartado cualquier problema neurológico? ¿Qué pruebas le han hecho?

El doctor B se revuelve en su silla:

–¿Es usted médico?, le pregunta el doctor B a su hija.

–No, no soy médico. Pero la que está en la camilla es mi madre.

Su hija insiste. Afortunadamente para usted, el amor es obstinado:

–¿Cómo ha descartado cualquier daño neurológico? ¿Le han hecho un TAC?

Imaginen que la enfermera A, la que hace unas horas le colocó la vía con maestría, se inquieta. La enfermera A acumula 18 años de antigüedad en la sanidad pública andaluza, seis contratos en 2023, dos nuevos contratos en lo que va de año y aún no sabe si tendrá trabajo en Semana Santa. Ya se rumorea por los pasillos del Virgen del Rocío que se cerrará una planta entera durante los días de vacaciones por falta de personal.

Hacemos literatura en esa cuna donde nos susurraron el primer cuento y donde comenzamos a intuir que seremos el conjunto de relatos que nos ocurra

Imaginen que el doctor B, que a estas alturas lleva 23 horas de guardia, es un residente en su tercer año y ya sabe –saber es un decir, las urgencias son un decir, la vida es un decir– que las penosas jornadas laborales a las que se someten pueden ocasionar errores médicos. Imaginen que el doctor B accede al ruego de su hija y que tras el TAC, lo que estaba diagnosticado como una crisis aguda de vértigos resulta ser un derrame cerebral. 

Érase una vez.

Escribimos literatura en soledad, pero nunca, nunca, hacemos literatura en soledad. Hacemos literatura en sociedad, en la vida, en compañía. En los bares, en los trenes y jardines. En los hospitales. Hacemos literatura con el cuerpo, con un temblor en los labios, con hambre y la boca seca. Con un derrame cerebral recordándonos la propia finitud. Hacemos literatura en esa cuna donde nos susurraron el primer cuento y donde comenzamos a intuir que seremos el conjunto de relatos que nos ocurra. Recuerdo las palabras de Annie Ernaux: “El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello”. Imaginen que durante las noches de hospital –porque a su madre la ingresan, claro; porque no eran vértigos, claro–, eso es lo que hace: escribir esta columna.

Les propongo un ejercicio. Sencillo. Inocuo. Imaginen que todo esto no le ocurre a usted sino a su madre. Érase una vez. Ahora dejen de imaginar. No hace falta. Abran los ojos. Pongan en entredicho las loas a una sanidad pública moribunda. No lo olviden: es probable que algún día usted padezca un derrame, un paro cardíaco, una afección respiratoria, un cáncer de mama. Si no tienen la suerte del exviceconsejero de Salud de la Junta de Andalucía que acaba de ser nombrado nuevo director médico de ASISA en Andalucía, tiemblen. Diríjanse entonces al hospital público más cercano. Asómense a la sala de urgencias. Cuenten las camillas. Observen a la gente sentada en el suelo. Hablen con los sanitarios. Compadézcanse de ellos. No aplaudan tanto. Cójanles la mano a los enfermos. Abran bien los ojos. Díganse, si es que aún pueden: Érase una vez. Y créanse el cuento que deseen, porque muy pronto, Colorín Colorado.

Les propongo un ejercicio. Sencillo. Inocuo. Intenten recordar la primera vez que alguien les contó un cuento. ¿Qué sintieron? ¿Duermen en la cuna o en la cama? ¿Hace frío? ¿Es de noche? ¿Cómo es la voz que nos cuenta? ¿Escuchan el cuento con los ojos cerrados, o bien abiertos? Intenten recordar qué abismo abrió esas tres palabras únicas en el mundo: Érase una vez. A partir de ese momento, la historia contada cobra vida. A partir de ese momento, el cuento nos sucede, nos ocurre.

Cierren los ojos durante unos segundos. Érase una vez una mañana clara, apacible. Imaginen que despiertan y se meten en la ducha. No hay oscuridades camufladas en la escena. La felicidad es sentir el agua templada correr por su cuerpo, a su antojo. Usted tiene marido, hijos, nietos. Usted se siente afortunada, aunque a veces no advirtamos la dicha hasta que se quiebra.