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Primperán

Cáncer de mama

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Una siempre acaba preguntándose qué hizo mal.

Acuérdate de hace quince meses: Bi-Rads 5. Cuadrantectomía. Pronuncia la palabra varias veces, muy despacio y en voz alta, con la certeza de que los relatos sobre el cáncer apenas tienen algo que ver con el cáncer de verdad. Coge la cita que te acaba de llegar quince meses después de aquello. Arrúgala como si estrujaras tu pecho. Métete en la ducha y frótate la cicatriz con rabia. Deja correr el agua hirviendo y que te queme el cuerpo. Piensa, como siempre haces los días buenos: “Tranquila. No pasa nada”.

Dirígete hacia el espejo del baño. Ponte algo de color en el rostro, que cuando comiences la autoexploración no quede nada de tus ojeras, de tu sonrisa congelada, del espanto en tus ojos. Repítete: prevención. Siente náuseas por una palabra manoseada durante quince meses. Recuerda: en Andalucía estamos condenados a uno de los tiempos de espera más altos para acceder a una consulta con un especialista, con una media de 123 días. Ríete de los 123 días de condena. Coge uno de esos lazos rosa que vuelan por las esquinas del mes de octubre y que en realidad tendrían que ser de color melocotón. Pliégalo entre tus manos con el mimo con el que acariciaste una vez tu pecho completo. Frúncelo convirtiéndolo en plegaria por las 30.000 mujeres diagnosticadas cada año. Ponlo bajo la lengua como un comprimido de alprazolam.

Recuerda el momento en que lo hiciste público y exhibiste ese convertirte en una montaña de miedo, pero sin saber exactamente a qué

Lees: Uno. De pie frente a un espejo con las manos presionando fuertemente las caderas, mírate los senos y verifica que no ha habido cambio alguno. Piensa: Es imposible ser la misma tras un diagnóstico que te arranca un cuarto del pecho. Claro que ya no eres la misma. Ya nunca serás la misma. Recuerda el momento en que lo hiciste público y exhibiste ese convertirte en una montaña de miedo, pero sin saber exactamente a qué: miedo a la muerte, miedo al dolor, miedo a la vida que quede después, miedo al miedo de tus hijos, miedo al miedo de tu marido, de tus padres, miedo a no ser ya una mujer.

Dos. Con la mano contralateral –lees– explora tu pecho derecho, dividiéndolo en cinco cuadrantes. Piensa con furia: Es imposible que nada tenga cinco cuadrantes. Piensa con furia: Qué diablos es la mano contralateral. Me falta un cuadrante, le dices al espejo. Escudriña con celo cada pliegue, como si estuvieras analizando un recipiente, otro recipiente, otro cuerpo que no es el tuyo, que no padece como el tuyo. Espanta la imagen que a menudo te ronda de sobacos oscuros y lacerados.

No hables de la enfermedad. No hables de la muerte. De la noche. Habla solo de la vida, de tu fortaleza. Habla de la brisa, no del viento huracanado. Y cuando hoy te prepares para la revisión anual, no digas nada. Silencio.

Tres. Mantén el brazo derecho detrás de la cabeza. Acaríciate el pelo resurgido tras las llamas. Arráncate un mechón y colócalo sobre la almohada. Siente de nuevo la ausencia de lo arrebatado, la mutilación nostálgica, el deseo de colmar el vacío. Como si fuera posible llenar una cavidad únicamente convocando imágenes de flores nacidas en los márgenes del camino que comienzas; como si fuera posible solo con recrearte en la melodía que componen las voces de tus hijos llegando a casa –¡mamá, ya estamos aquí!–; de tener trabajo y amigos y pareja y padres. Como si se pudiera.

Llora antes de que regresen tus hijos y tu marido. Llora antes de que llamen tus padres. Antes de vestirte para la oficina. Antes de prepararte para la cita médica. Llora con los pechos y con lo que te falta de los pechos. Límpiate el rostro.

Cuatro. Acuéstate boca arriba con un brazo sobre la cabeza. Siente el tacto de las sábanas limpias y recién puestas. Usa la yema de los tres dedos de la mano libre y haz movimientos circulares para sentir la mama. Palpa, en cambio, los galactóforos inflamados –aquellos que hicieron de tu vida la vida de otra–, el bosque de coral que te amenaza, tu loma herida, el vértigo de la recaída.

Cinco. Llora. Llora antes de que regresen tus hijos y tu marido. Llora antes de que llamen tus padres. Antes de vestirte para la oficina. Antes de prepararte para la cita médica. Llora con los pechos y con lo que te falta de los pechos. Límpiate el rostro. Cuando te pregunten: “¿Qué tal?”, sonríe. Nadie quiere escuchar lamentos de una enferma porque la enfermedad traza una línea invisible entre los culpables y los otros. Piensa en los “Diarios del cáncer” de Audre Lorde: “No quiero que esto sea únicamente un recuento de lágrimas”. Desea fumarte un cigarrillo y echarle una bocanada de humo a la culpa. Acuérdate: una siempre termina preguntándose qué hizo mal. Limítate a responder: “Bien”. No cuentes tus lágrimas.

Seis. Ovíllate en la sala de espera. Evita observar a otras mujeres. O no. Míralas fijamente, intentando dilucidar qué tenéis en común más allá del arbitrario cálculo de probabilidades. Guardas en la teta: un recelo, un cigarrillo mentolado para que no te huela el aliento a culpa, los orgasmos perdidos tras la cuadrantectomía.

Pulsan un botón y toda la voluptuosidad desaparece sobre la superficie vítrea, la teta muy muy fina, tu mirada muy muy fina, tu risa muy muy fina, como tu aplomo, como tu vida. Fina como el papel de fumar

Tiembla al escuchar tu nombre, pero no te detengas. Sabes que incluso aquello que no se imagina sucede. Camina hacia la consulta. Descúbrete. No respires. Primero el derecho, te dice. Te los aplastan como el papel de fumar. Pulsan un botón y toda la voluptuosidad desaparece sobre la superficie vítrea, la teta muy muy fina, tu mirada muy muy fina, tu risa muy muy fina, como tu aplomo, como tu vida. Fina como el papel de fumar. Si no hubieras fumado. Si no hubieras bebido. Si hubieras practicado deporte y evitado la carne roja. El pollo. Los antibióticos. Si hubieras dado el pecho más tiempo, todo el tiempo, ¿cuánto tiempo? Quizás. Tetas rosas, tetas. Negro, tiempo negro.

Mientras esperas el dictamen, atragántate con el Pinktober, este octubre rosa en el que grandes firmas venden camisetas rosas, pelotas rosas, llaveros rosas, gorras rosas. Atragántate con el lazo rosa que te metes en la boca cada vez que escuchas la cantinela del lenguaje bélico que culpabiliza a la enferma. Atragántate porque no hay lazo rosa que se deshaga. Mastícalo con la rabia que insuflan quince meses de espera y no 123 días. Intenta tragarlo, engullirlo así, entero, como hiciste tantas veces antes: el lazo rosa no es dulce, no sabe a nada, o quizás sí, quizás deje el regusto amargo de las medias verdades sobre el cáncer tantas veces escuchadas por unos y otros. Vomita. Vomita durante horas quince lazos negros. Uno por mes de espera. Pero por lo que más quieras no llores. Esfuérzate. No vayan a pensar que te sientes víctima; no vayan a creer que no has deseado vivir con la suficiente intensidad y energía. Lávate la cara y sonríe, no vayan a acusarte de ingrata a pesar de la suerte que tuviste, no vayan a creer que es que no has querido. Y no te olvides: antes de escuchar el veredicto del doctor, antes de que te mire con pesar o con alivio, suplícale que te recete Primperan para los vómitos.

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