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Mis guarros
Yo tendría unos trece años. La primera vez que el traumatólogo me pidió que curvara la espalda hacia adelante para detectar el grado de mi escoliosis, mis bragas empequeñecieron. Se hicieron diminutas en mi cuerpo. Mi espalda arqueándose hacia adelante –él detrás– y luego lentamente hacia su posición original –y él detrás–. Mis bragas haciéndose cada año más pequeñas desde la primera cita en la que me pidió desprenderme del sujetador. Y en cada revisión yo elegía cuidadosamente las bragas más grandes y más feas, aquellas que sirvieran de coraza para lo que venía: fuera sujetador, ponte de espaldas, cúrvate hacia adelante, a ver esa columna, ahora lentamente hacia arriba. Date la vuelta.
Tenía trece años de timidez y solo dos botones incipientes. Yo sentía que había algo desagradable en todo aquello, algo tan sumamente vaporoso que era imposible describir con palabras sin que mi discurso me hiciera parecer una loca o una histérica. Ya intuía la magnitud de la credibilidad y su peso, aunque no conociera la palabra. También porque el doctor era la autoridad (es decir, el poder) entonces.
Peregriné por médicos y hospitales de Sevilla durante meses. Un día, cuando el traumatólogo se jubiló, me asignaron un nuevo doctor. Tendría ya los quince, quizás los dieciséis. Descúbrete, me pidió. Y yo inicié el protocolo aprendido bien temprano, con mis bragas enormes que hicieran de escudo –escudo de qué, hay que joderse–: fuera sujetador, media vuelta, brazos curvados, espalda hacia adelante, manos intentando tocar el suelo. Sentí inmediatamente la turbación del doctor: “No, no, no, chiquilla, no hace falta que te lo quites. Tus vértebras se ven perfectamente con el sujetador puesto”.
Su desconcierto me hizo sentir sucia y culpable. Sucia por haber sido niña y guardar silencio. Por tener pechos. Por no darme cuenta antes. Por no preguntar. Por no cuestionar lo que en el fondo intuía como cuestionable. Aquella solo fue la primera vez.
Solo cuando el daño se vuelve público, retransmitido o imposible de ocultar, se actúa. Lo que activa la acción no es la ética ni la justicia, sino la audiencia
En una comida familiar, tendría ya unos veinte, una señora de la Obra (término codificado para referirse al Opus) me dio una charla por no llevar sujetador, con el argumento de que corresponde a las mujeres poner límite a los instintos animales de los hombres, de los guarros incontrolables. Continué sin usar sujetador muchos años, pero sus palabras me golpeaban el pecho y la cabeza cuando recordaba esas situaciones en las que otras mujeres (y algunos hombres) llamaban guarras a las que vestían con menos pudor que ellas, o se dejaban besar más que ellas o se dejaban tocar antes que ellas. Toda una narrativa acorazada para poner en duda la palabra de la víctima por su falta de ejemplaridad.
En este país, además de ser, hay que parecerlo. Hay que hacer público el dolor privado, pero cuando ellos quieran. Basta con hacer algo de memoria: en el caso de la violación grupal durante los Sanfermines de 2016, se tomó en consideración un informe de la actividad de la chica tras el suceso por “el carácter festivo” de la víctima. No parecía lo que era.
Hace unos años, un militante de un partido, que luego fue cargo público de otro durante veinte años, terminó siendo tutor de primaria en un colegio público. El último día de clase antes de las vacaciones de navidad, el docente les preguntó a los chiquillos:
– Niños, ¿qué os apetece ver?
–¡Profesor, busque «Pepa Pig palabrotas»!
El profesor hizo la oportuna búsqueda en la pizarra digital de la clase y durante casi una hora les puso a los niños un vídeo tras otro. Guardo todos los enlaces, pero por no aburrir transcribo aquí una pequeña muestra: “La única croqueta que vas a probar tú es la que tengo como órgano reproductor, puta”; “La cocaína me hace flipar”; “Mamá, ¿por qué no dejas ya el puto ordenador y nos vamos a la piscina?”. Recuerdo el tartamudeo de los niños al contarlo porque intuían que aquello no estaba bien, por más que no supieran ponerle palabras.
Denunciamos. La dirección del centro afirmó que el tutor actuó a petición del alumnado y siempre de buena fe, ya que no conocía el contenido de los vídeos. Algunos vídeos fueron visionados dos veces. Más tarde, cuando el docente regresó de una baja médica, conseguimos una tutoría. Nos miró y con una voz que pretendía ser cómplice nos dijo: “Ustedes ya saben cómo son los niños. A veces se confunden y creen ver cosas que no son”. Y volví a acordarme de todas las Casandras: mentirosas, locas, exageradas, confusas, conspiradoras.
La denuncia y la petición del historial de navegación estuvo meses dando vueltas entre instancias administrativas hasta que cayó en el olvido y se nos agotaron las fuerzas. Meses después, una conocida se me acercó para preguntarme si el profesor —antes varios cargos públicos y militante de dos partidos— se llamaba Fulanito. Así es, le dije. “Trabajé con él”. Y añadió: “No me dejaba vivir. Tuve que dejar el trabajo”.
Sin duda los silogismos son peligrosos. Por supuesto, no por ser hombre se es un guarro (que dijo Feijóo). No somos locas. Ni tampoco por profesar esta o aquella postura política, o por abanderar esta o aquella sigla o desempeñar esta o aquella profesión. El médico o el profesor podrían haber sido albañil y pareciera que así nos encajara mejor. Pero es una cuestión estructural y de poder. Es la condescendencia, la ceguera y el silencio con que embadurnan los casos de acoso sexual los que ponen en entredicho la palabra de la víctima.
Hay silencios corporativos que se convierten en cordilleras: cinco meses se tomó Ferraz para prestarle atención a las Casandras de Moncloa en el caso Salazar. Seis meses en el caso del secretario general de Torremolinos, a los que siguieron presuntamente el presidente de la Diputación de Lugo y Javier Izquierdo, secretario de Estudios y Programas de la Ejecutiva Federal. Conviene recordar que la realidad ya nos andaba avisando. No solo hablamos del caso Nevenka ni de todos los presuntos posteriores.
El secreto y el silencio son armas habituales del que abusa
Si nos cuesta la memoria, siempre podemos tirar un poco de hemeroteca: “Las leyes son como las mujeres. Están para violarlas” ; o “El truco está en escucharlas como psicólogo y follártelas como si te estuviesen pagando”, o aquello de “Cada vez que veo esa cara y esos morritos pienso lo mismo, pero no lo voy a decir”; o el artículo de Diario de Sevilla en septiembre de 2013 de José Rodríguez de la Borbolla, coronado como “Celulitis juvenil” en clara apología al muslamen nacional, que fue retirado por el medio.
Si analizan los últimos casos, tienen algo en común: comportamientos sostenidos o tolerados por dinámicas de poder. Esas mismas estructuras que fallan en la prevención y en la respuesta. Solo cuando el daño se vuelve público, retransmitido o imposible de ocultar, se actúa. Lo que activa la acción no es la ética ni la justicia, sino la audiencia.
Tienen también otro patrón en común: las víctimas no hablan cuando quieren, sino cuando pueden. A veces ese momento no gusta. Otras veces no se da nunca. Porque saben que tras la cárcel del silencio vendrá el circo de la palabra que las convierte a todas en Casandra, en mentirosas, exageradas, oportunistas, locas, manipuladoras, en veintisiete niños de nueve años que no saben lo que vieron ni lo que escucharon.
Una de las presuntas víctimas del presunto acosador me confesó entonces, sin que hiciera falta que yo preguntase nada, el porqué de su silencio. Le temblaba la voz al contármelo. El secreto y el silencio son armas habituales del que abusa. El miedo es el arma del poder. Ella sabía que su única arma contra el privilegio de él era la palabra y sabía que no era suficiente. En estas batallas, se desacredita a la que habla y su relato.
Cada vez que leo un presunto nuevo caso de acoso sexual rumio aquellas palabras y las regurjito. Creí que habíamos entendido que no son sucesos aislados y que el dolor y la humillación no tienen fecha de caducidad; que no somos nosotras las que deberíamos sentir vergüenza al hablar de ellos. Por eso aquí les dejo una pequeña muestra de mis guarros. Y si no les gusta, no se preocupen, tengo otros.