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Paisaje del Estrecho con niño muerto al fondo

Seis detenidos tras diez identificados por la trifulca en Algeciras con guardias civiles heridos

Juan José Téllez

Manuel, al borde de sus nueve años, es un ataúd blanco a orillas de la Bahía de Algeciras. Dolor y rabia. Tiene toda la pinta de que su muerte, el pasado lunes, no fuera un accidente sino un homicidio provocado por arrogancia: chulería se le llama a esa actitud en el dédalo urbano de una ciudad donde históricamente los narcos habían respetado unas ciertas reglas del juego que sólo rompían en los guetos de algunos barrios periféricos. Desde la histórica calle de Antonio Machado en el Saladillo algecireño hasta las viejas viviendas obreras en el Junquillo linense.

Desde que, a finales de los 70, las redes internacionales de la heroína –principalmente la turca y las europeas—usaron el Estrecho como teatro de operaciones y espacio de intercambio de los opiáceos por el cannabis, con el contrabando de tabaco como señuelo, no faltaron tiroteos, balas perdidas, asesinatos a bocajarro, palizas, amenazas veladas, sobornos, playas compradas, yonquis muertos. Hay una diferencia entre la realidad de entonces y la de hoy: las organizaciones son más sólidas, se mueven más armas y, en determinados círculos, existe una comprensión social que no compensa la reacción del resto de la comarca que lleva siglos malviviendo de las sobras del Peñón de Gibraltar y de los diferentes trasiegos con el norte de Marruecos.

El paisaje socieconómico es el mismo: el mayor polo industrial y portuario de Andalucía convive con las cotas más altas de paro en esa misma región. ¿Por qué? La industrialización de la zona no ha evitado, desde los años 60, que la incidencia de la marginalidad ofrezca ratios superiores al 20 por ciento de la población por debajo del umbral de la pobreza. La clase media local permanece asfixiada entre los chalets de Sotogrande y las chabolas verticales de mampostería en antiguos barrios obreros como La Piñera, La Juliana, El Cobre, La Bajadilla, La Atunara, Guadarranque, La Colonia, Taraguilla, la Estación de San Roque, y otros paraderos donde las ciudades pierden su nombre y el Estado, su derecho.

Moral de frontera es el nombre del juego. Cuando en la colonia británica de Gibraltar empezaron a sentirse las consecuencias de las privatizaciones de Margaret Thatcher en los 80, la alternativa fue incrementar el contrabando de tabaco y un sistema off-shore que propiciaba el blanqueo de dinero de la tunantería internacional, incluyendo a la española y a la andaluza. Cuando la Unión Europea empezó a financiar a Marruecos para que sustituyeran los cultivos de la cannabis, los campesinos de Ketama se las apañaron para sacar dos o tres cosechas de hachís por año, sin que las autoridades comunitarias dijeran ni pío. En Ceuta, Mario, El Nene y Abdelilah marcaban su territorio, el de El Príncipe, muy parecido al de la serie de televisión salvo por el hecho de que allí nunca hubo una comisaría.

Fariña, por su parte, terminó empadronándose en este enclave de viejos corsarios y mochileros cargados de petacas en todas las posguerras: los narcos gallegos llegaron, en los 90, hasta la Roca buscando una legislación que les permitiera conducir gomas fuera borda con motores que la administración española declaró ilegales. La ndranghetta, la camorra y la mafia, así como organizaciones rusas, turcas, británicas, portuguesas, mexicanas y colombianas empezaron a dejarse ver por el territorio de La Reina del Sur, que Arturo Pérez Reverte retrató en su novela del mismo título. Este entorno se vio envuelto en una sucesión de trueques donde no faltaron inversiones suculentas para lavar más blanco, en un contexto histórico donde la moda política la marcaba el GIL, desde Marbella hasta La Línea de la Concepción.

Con todo, los narcos de entonces mantenían un cierto pudor y también los camellos, al final de la cadena alimenticia del monstruo de la droga: “Nos acusan a los gitanos de vender la heroína. ¿Somos nosotros quienes la plantamos, acaso?”, me espetaba un joven de Miraflores, en San Roque, cuando José Chamizo encabezó una movilización masiva que logró poner contra las cuerdas a los minoristas del hachís, de la coca, del caballo y del tripi, pero también a los que se enriquecían con los robagallinas y con la ingeniería financiera de este negocio oscuro, incluyendo agentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad, que  sucumbieron a tentaciones demasiado golosas.

A Micaela, la madre de un yonqui linenses que se enfrentó a los verdugos de su hijo, terminaron llamándole la chivata, porque no se arredró a la hora de señalar a quienes le habían vendido una muerte lenta. Desde la Estación, Clementina encabeza las manifestaciones sin miedo a que la llegaran a amenazar a mano armada. Fue, cuando finalizaba el pasado siglo, una respuesta cívica liderada por mujeres. Diversos golpes policiales y judiciales, así como una red de programas de formación y prevención que buscaban acabar con el origen de todo este espanto, parecieron dar sus frutos.

Sin embargo, el negocio siguió ahí. En silencio. La mafia suele decir que el ruido cuesta dinero. Y, de un tiempo a esta parte, el estruendo recorre esta costa en forma de persecuciones que han costado muertes a un lado y a otro de la ley. Hay una cierta moda también que promueve una visión idílica del narcotráfico, que lleva desde las series sobre Pablo Escobar con su rostro impreso en camisetas que intentan inútilmente prohibir en ciertos colegios, al derroche de bodas con limusinas doradas y narco-comuniones, a las actuaciones a mil euros la entrada en el ShishaPub de Getares –muy cerca de donde murió el niño Manuel el pasado lunes–.  Su propietario, Abdellah El Haj, un marroquí treinteañero, más conocido como Messi y que mantiene una gran actividad en las redes, terminó huyendo a Marruecos y entregándose después a las autoridades españolas que le pusieron en libertad provisional, sin que se sepa exactamente a cambio de qué, aunque hay quien cree percibir en todo ello la alargada sombra del yihadismo.

Lo cierto es que los gayumberos se han crecido –eso acepta Miguel Alberto Díaz, un veterano sindicalista y promotor de la Coordinadora contra la Droga–. Se saben impunes, añade Francisco Mena, el presidente de la federación antidroga. Hay un sector del Campo de Gibraltar que mete la cabeza debajo del ala y permanece ajeno históricamente a esa economía sumergida de la droga que, desde hace décadas, hace emerger una clase pudiente que mezcla el dinero fácil con la ignorancia difícil: “Detrás de cada fortuna, hay un crimen”. Cuando Honoré de Balzac acuñó dicha frase para su novela Un asunto tenebroso parecía que estaba pensando en lugares como éste y en tiempos como los de hoy. Hay quien alquila su garaje o su sótano para guardar no se sabe qué. Y quien acepta consignar un precio de compra de una vivienda de lujo a un precio que no es el real. También hay otro Campo de Gibraltar, que sigue en pie de paz contra el narcotráfico y que volverá a manifestarse el jueves en Algeciras, una vez que su familia haya dado sepultura al niño muerto.

Hoy por hoy, sobre todo, hay armas. Como las que se vienen utilizando entre las bandas para quitarse la droga unos a otros, aunque de vez en cuando –como ocurriera en la barriada algecireña de San Bernabé un mes atrás– terminen usándola contra la Guardia Civil, porque los “paleros” son capaces de tunear los autos para que parezcan de los picoletos. De sus uniformes, ni hablamos.

La Asociación Unificada de la Guardia Civil también ha alertado sobre la creación de un cartel de la droga en el Estrecho que el Ministerio del Interior niega. Quizá sea prematuro considerarlo así, pero los colombianos ya se han dejado ver en esta zona. Empiezan a organizarse pero todavía no han superado, a grandes rasgos, la condición de clanes familiares como el de los Castañitas o el de los Potitos. Tienen dinero, son más que nunca, unos niñatos capaces de intimidar a cualquier hijo de vecino y que ahora no tienen pudor a la hora de emprenderla con los guardias. Hasta ahora, amedrentaban a algunos números de las plantillas autóctonas de la Policía Local, Guardia Civil y Policía Nacional. Ahora, como ocurriera en el Rinconcillo durante una Primera Comunión el pasado domingo, empiezan a atemorizar a los que han venido de refuerzos. Una especie de bronca de Alsasua en plan narco, aunque aquí nadie hable de terrorismo, aunque sus consecuencias sean peores que las sufridas hace año y medio por los guardias en dicha población navarra.

Las fuerzas del orden van a recibir un refuerzo inesperado en los próximos meses. La próxima novela de Lorenzo Silva en torno a las peripecias de Belvilacqua y Chamorro transcurre parcialmente en el Campo de Gibraltar. Vendría bien que ambos héroes del thriller benemérito se quedaran algo más de tiempo en la comarca. Más allá de las abundantes detenciones e incautaciones de droga que tanto pregona el Ministerio del Interior, sería necesario profundizar en las investigaciones que le sigan la pista al dinero, al armamento, al ovillo que nos debiera llevar a la madeja final de toda esta trama.

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