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Lo que de verdad importa
En el breve manual de manipulación 'Vender la moto', el psiquiatra Matteo Rampin ofrece una receta de último recurso para camuflar un problema cuando ya no es posible ocultarlo completamente a la opinión pública: “Separar un detalle e inflarlo desmesuradamente para que la gente pierda de vista la totalidad”.
Un ejemplo: la contaminación urbana. Cuando más intenso era el debate ciudadano sobre los riesgos para la salud de humo de los coches, autoridades e industria automovilística decidieron al unísono que toda la culpa la tenía el plomo de la gasolina. Era el enemigo público número uno de nuestros pulmones. También era, casualmente, el aditivo más fácil y económico de suprimir. Así, la solución fue rápida y sencilla: la UE prohibió la gasolina con plomo, mientras las petroleras ya tenían listos los nuevos combustibles light y los concesionarios una flamante flota de vehículos adaptados. En realidad, el humo del tráfico no dejó de ser tóxico -si acaso, un poquito menos-, pero a ojos de la opinión pública el problema de la contaminación parecía resuelto.
¿Está pasando ahora algo parecido con la política? ¿Estamos ciegos ante el verdadero problema a base de magnificar alguna de sus partes? ¿Hemos optado por resolver sólo lo más fácil por nuestra incapacidad -o falta de voluntad- de meterle mano al fondo del asunto? Unas veces el cáncer de nuestra democracia son los sueldos de los políticos. Si Rajoy gana más que Rubalcaba o al revés. Otras, la deuda galopante de las administraciones. A día siguiente, las listas electorales cerradas. Después, la falta de transparencia. Siempre, la corrupción. Da igual a qué tertulia nos asomemos: los argumentos a izquierda y derecha son alarmantemente unánimes. ¿Son problemas graves? Sin duda. Pero el elefante en la habitación que nos empeñamos en no ver es otro: tal vez más difuso, y al mismo tiempo también más evidente: la creciente irrelevancia de la política.
Dicho con otras palabras: que la política cada vez pinta menos. Cada vez tiene menos capacidad para cambiar las cosas, cada vez se ve más impotente ante los índices bursátiles, primas de riesgo, fondos de inversión y troikas del apocalipsis. Y ocurre así porque lo hemos permitido. Porque poco a poco nos hemos dejado convencer de que la democracia era inversamente proporcional a la política. Que a menos política, más democracia.
Y hemos creído que la solución es rápida y sencilla. Que todo se arregla bajando sueldos, eliminando diputados, recortando inversiones, despidiendo personal en la administración, suprimiendo controles o con medidas extraordinarias de transparencia. Y mientras, a quienes de verdad toman decisiones trascendentes sobre nuestras vidas, a esos mercados opacos que ahora regresan a España a comprar baratas nuestras ruinas, no les exigimos transparencia, ni austeridad, ni siquiera un mínimo de decencia. Ni les votamos, ni sabemos siquiera quiénes son. Nos dicen que son empresas privadas, que ahí no nos podemos meter, pero se olvidan de decir que el dinero con el que se enriquecen sí es de todos.
Y frente a esos poderes se encuentra una política cada vez más desarmada y sin respuesta. Abocada a ser mera espectadora o, peor, cómplice de la situación. Ésa es la gran amenaza. Pensemos en lo que de verdad importa. No nos conformemos con tener la más austera, limpia, transparente y perfectamente inútil de las democracias.
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