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Formas de romper España

Casado, en la concentración de Colón

Antonia María Ruiz / Manuel Tomás González

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Incluso antes de que comience la campaña electoral, ya sabemos que uno de sus ejes fundamentales de competición será el nacionalista. El mantra “España se rompe”, que con Aznar asomaba tímidamente, se despliega con toda su fuerza en 2019. Ese discurso merece más atención de la que se le ha prestado hasta el momento.

Sin duda, España se rompe cuando el nacionalismo catalán pretende segregar la Comunidad Autónoma al margen de la legalidad vigente y sin un acuerdo para la reforma constitucional. Resulta una obviedad plantearlo, ya que esa cuestión ha dominado todos los ámbitos del debate social y político en los últimos tiempos. Con todo, es mucho más raro escuchar -especialmente desde posiciones no independentistas- que, de existir un riesgo de ruptura de España, no se debería sólo a la actuación del nacionalismo catalán, sino también a la del nacionalismo español.

Desde que la equivalencia entre nación y estado quedara firmemente establecida en nuestra visión del mundo moderno, los que se han denominado como “empresarios de identidad” –personas u organizaciones que activan políticamente diferencias étnicas o culturales para crear grupos sociales diferenciados y centrados alrededor de dichas características- se han aplicado en construir identidad nacional como paso previo a sus reivindicaciones de poder político.

De forma paralela, también los estados establecidos y legalmente reconocidos que aspiran a seguir siéndolo, deberían actuar como “empresarios de identidad”. Es decir, deberían activar políticamente elementos transversales que permitieran a la ciudadanía, a todos los ciudadanos y ciudadanas del estado, concebirse y conformarse como una misma comunidad centrada sobre características compartidas o intereses comunes. Por tanto, los estados que aspiran a permanecer, particularmente los democráticos, deberían crear entre los ciudadanos sentimientos de pertenencia; deberían facilitar que se sintieran subjetiva e individualmente parte de una comunidad (con alguna característica compartida) que se concibe a sí misma habitando dentro de los límites de ese estado. La razón es que la identidad nacional tiene implicaciones políticas, de manera que cuanto mayor es el vínculo afectivo entre los miembros de un grupo, mayor es su cohesión social, la participación política e, indirectamente, la legitimidad. Más aún, como señalaban Linz y Stepan (1996) la legitimidad y estabilidad de las democracias depende de la aquiescencia de la ciudadanía, que se consigue a través de la identificación nacional, toda vez que no pueden forzar la obediencia al estado a través de la fuerza, como haría uno de corte autoritario.

Pero la percepción individual y subjetiva de los ciudadanos de pertenecer a un grupo con características o proyectos comunes es difícil de mantener sin los mensajes y sin los modelos adecuados. Por tanto, podemos preguntarnos, ¿Es esto lo que nos ofrece esta campaña electoral en ciernes? ¿Recibe la ciudadanía mensajes que inciden en la visión común de pertenencia a una comunidad, sin exclusiones, y de las ventajas que eso conlleva? La respuesta, rotunda, es no. En ese sentido, es llamativo que la derecha vaya a competir en estas elecciones en clave nacionalista española, no solo rivalizando con otras ideologías, sino también internamente, en una especie de subasta para establecer quién entre los partidos de derecha es el que mejor encarna su particular visión del patriotismo. Hay muchas formas de renunciar a la manera incluyente y positiva de crear comunidad y, de paso, ayudar a romper España.

Se rompe España cuando para crear un sentimiento de pertenencia a un grupo (nosotros = los españoles) se hace mediante la confrontación con otro que, sin embargo, también habita dentro de los límites del estado. La creación de un sentimiento de identidad o pertenencia mediante la confrontación entre grupos que se consideran diferentes es habitual: éstos se definen y se cohesionan no solo por lo que comparten internamente, sino también por lo que los diferencian de otros. Es la lógica de la inclusión – exclusión de la que nos habla la Antropología prácticamente desde sus orígenes. No obstante, ese “otro” u “otros” suelen ser externos: el ejemplo más claro sería el de los inmigrantes. Al extraño, al diferente, normalmente se le quiere expulsar, asegurarse que no forma parte del grupo. Pero en el caso de esta campaña electoral, el “otro” frente al cual la derecha pretende unir a los españoles es fundamentalmente interno: un sujeto colectivo que no sólo reside legalmente en España, sino que tiene derechos de ciudadanía. E, irónicamente, aunque han vivido aquí tras incontables generaciones, se les quiere forzar a ser “buenos españoles” o “españoles de bien” conforme a una visión reduccionista y sectaria. Es un “otro”, en definitiva, al que no se quiere expulsar, sino obligar a quedarse en un modelo de estado que, en cierta medida, reedita y actualiza la utopía nacional-católica. En ese sentido, la apelación simbólica a la Reconquista lleva connotada la intención de purgar de la relevancia social a lo que históricamente se ha denominado la anti-España. Que “los españoles” se unan contra “los catalanes” para obligarles a ser españoles, o que una parte de los españoles excluya a cualquier otra categoría que no comparta sus particulares valores de esa condición, es una paradoja y un sinsentido mayúsculo.

Se rompe España, por tanto, cuando en la idea de patriotismo se inyectan valores ideológicos y se denomina “traidor a la patria” a quienes no los comparten. Para ser español, incluso para ser buen español, y buen patriota, no debería ser necesario compartir las preferencias de la derecha sobre el medio adecuado para la resolución del conflicto con Cataluña, ni su interpretación particular de la Constitución española, ni sus orientaciones sobre las políticas económicas que deberían aplicarse en España, ni sobre el feminismo o respecto al lugar adecuado de las mujeres en nuestra sociedad; o, lo que es más llamativo, sobre gustos tan particulares como los toros o la caza. Lo contrario es una apropiación del patriotismo, del nacionalismo, que nunca podrá unir a los españoles porque expulsa a una parte muy importante de la ciudadanía de esa visión compartida de comunidad desde una visión supremacista, entendiendo el supremacismo en su acepción original, como imposición reforzada de grupos y valores hegemónicos en términos esencialistas –raza, religión, cosmovisión…-, y no en la versión banalizada y distorsionada del término, tan utilizada últimamente para demonizar a grupos subordinados, como el feminismo entre otros.

Se rompe España, también, cuando se reduce el estado del bienestar y cuando aumenta la desigualdad entre los españoles. Ya en 1964 Deutsch afirmaba que los gobiernos desarrollaban vínculos entre la ciudadanía y el estado a través de la creación de unas buenas condiciones de vida, y sugería que no solo el mantenimiento del bienestar era importante, sino también lo era asegurar una amplia distribución de los beneficios entre la población. Nuestros propios estudios con datos empíricos confirman que se ha perdido identidad española durante la crisis económica, y que este debilitamiento ha afectado más a quienes han experimentado mayores pérdidas salariales. Otros análisis, que comparan Comunidades Autónomas, muestran que aquellos ciudadanos que atribuyen su bienestar al Estado tienen una probabilidad mayor de sentirse españoles que quienes lo atribuyen a la Comunidad Autónoma, y viceversa. O que en aquellas comunidades donde se piensa que el sistema sanitario funciona mejor que en otras comunidades, el sentimiento autonomista es más frecuente que donde se percibe la situación contraria.

Se rompe España, al fin, cuando en lugar de convencer y mejorar la vida de las personas se quiere imponer la obediencia al estado democrático por la fuerza, la coacción o la imposición. Lo decían Linz y Stepan en su obra sobre la consolidación democrática y los problemas a los que ésta se enfrenta, particularmente en los estados multinacionales: en el largo plazo no es viable un estado democrático que fuerce la obediencia de sus ciudadanos, en lugar de conseguir su aquiescencia por voluntad propia. Y eso es, en definitiva, lo que está en juego si se aplican algunas de las recetas que se plantean en la campaña.

Antonia María Ruiz Jiménez, Profesor Titular Departamento de Sociología, UPO.

Manuel Tomás González Fernández, Profesor Titular Departamento de Sociología, UPO.

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