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Este verano, como tantos otros, el monte volvió a arder. La tierra, quebrada por la sequía, crujió antes de prender. En algunos puntos de España, las llamas avanzaron como si no hubiera nada que las retuviera. Y quizás, porque en realidad, no lo había.
La emergencia climática ya no es un concepto abstracto, sino una certidumbre áspera que invade lo cotidiano. Pero si el fuego se propaga con violencia, no es sólo por el calor o por la falta de lluvias: es porque falta gente. Falta vida. Y faltan, sobre todo, mujeres.
La despoblación del medio rural no es una anécdota demográfica ni una cuestión técnica, es un drama político, económico y profundamente estructural que arrastra décadas de abandono. Pero lo que raras veces se dice —o no lo suficiente— es que tiene rostro de mujer.
Las estadísticas lo confirman sin florituras: cuando una joven de un pequeño municipio termina el instituto, tiene ante sí dos opciones: irse o quedarse. Pero quedarse significa, en muchos casos, renunciar: a oportunidades, a redes, a autonomía. Y así, la brecha de género se convierte en brecha territorial.
No se trata sólo de una cuestión numérica. Allí donde las mujeres, especialmente las más jóvenes, desaparecen, se erosionan también los vínculos comunitarios. Lo expresó Donna Haraway, aunque desde otro lugar: “No se puede estar vivo sin estar implicado”. Y en el Aragón más vacío, el mantenimiento de los servicios públicos ha sido históricamente femenino.
Hablamos mucho del “territorio”, en singular, como si fuera homogéneo, neutro, sin conflictos. Pero un paisaje es también una herencia ideológica. Y el paisaje rural aragonés, como tantos otros, ha sido moldeado por una estructura que ha expulsado a muchas mujeres, que no han podido encontrar un acomodo para poder desarrollar allí su proyecto vital.
Y, pese a ello, otras muchas se han quedado. Mujeres que resisten en pueblos pequeños, a menudo solas, a veces organizadas. Las que abren una biblioteca rural en una vieja panadería. Las que trabajan en la ganadería sin reconocimiento ni descanso. Las que impulsan proyectos agroecológicos, o cuidan de sus familiares dependientes mientras hacen turnos en la residencia más cercana, a veinte kilómetros.
Podríamos nombrarlas a todas, pero no caben en una columna. Como tampoco cabe, en una línea, el hartazgo de explicar siempre lo mismo a quienes aún se sorprenden de que sea tan necesaria la inclusión de la desigualdad territorial en los análisis feministas.
La imagen del medio rural que todavía persiste en los medios —y en muchos despachos institucionales— está atrapada entre dos estereotipos: el del paraíso romántico y el del desierto sin alma. En ambos, las mujeres están ausentes o secundarias. Y por eso urge repensar también el relato.
Frente a la visión de postal o de tragedia, hay otra literatura, otra lectura rural. Como escribió la poetisa María Sánchez: “el campo también es nuestro cuerpo”. Y si el campo se seca, si se incendia, si se muere, es porque nuestros cuerpos también lo hacen.
El debate sobre el cambio climático a menudo se queda en la gestión técnica: planes de prevención, fondos europeos, regulación del uso del agua. Todo eso es necesario, pero insuficiente. Porque no hay transición ecológica posible sin justicia territorial. Y no hay justicia territorial sin perspectiva de género.
No es sólo cuestión de plantar árboles o mejorar los cortafuegos. Es cuestión de revalorizar los saberes que sostienen la vida. De garantizar transporte público, servicios de salud y escuelas que permitan que quedarse en un pueblo no sea un problema. Y de poner el foco no únicamente en lo que falta, sino en lo que ya existe y ha sido invisibilizado: las redes de mujeres que construyen desde abajo, que crean comunidad, que resisten con ternura y con rabia.
Cuando una comarca arde, se habla de medios aéreos, de efectivos, de hectáreas calcinadas. Se señala la falta de limpieza forestal o el cambio climático. Pero rara vez se habla de quién podría haber estado allí si las condiciones hubieran sido otras. Rara vez se reconoce que la extinción de los incendios empieza mucho antes de que se encienda una chispa: empieza con la vida, con la permanencia, con la igualdad real.
Porque la lucha contra el fuego no se libra sólo con agua. También se combate con escuelas abiertas, con consultorios rurales que no cierran en agosto, con población que no tiene que marcharse para vivir dignamente.
Aragón y España no se salvan sólo desde los núcleos urbanos. El monte no se apaga sólo desde el cielo. Y el futuro no se construye sin ellas.