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La felicidad de Eva Martínez: una vida plena en inclusión

Eva Martínez tiene síndrome de Down, 52 años y estos días está leyendo a Elsa Punset. A Eva le gusta leer, pintar mandalas, rehabilitar muebles y, si hace falta cocinar, “también cocino”. En realidad, Eva es —como dice ella misma, sin tapujos y sin complejos— “una persona como las demás”. Por eso defiende que del síndrome de Down “no hay que hablar mucho” en su intención de restarle importancia.

Eva se crio en la zona rural asturiana, en La Roda (Tapia de Casariego), donde escuchó muchas veces, por lo bajo, que ella era diferente. Pero la vida, su carácter alegre y abierto, sus ganas de aprender y sus capacidades le dieron la vuelta a ese discurso. Hoy, el síndrome de Eva es solo una condición más. Sus ojos verde esperanza reflejan el cariño y la alegría con la que vive cada día en el Centro de Apoyo a la Integración Fraternidad, un lugar que trabaja con un objetivo común: acompañar de forma integral a las personas con discapacidad intelectual. Eva se siente feliz en el CAI… y hace felices a los demás. Nunca pierde la sonrisa. “Yo soy así”, dice abriendo mucho los ojos antes de soltar una carcajada.

Un taller de restauración

El CAI Fraternidad es esencial para que personas como ella sientan que su vida merece mucho la pena. “Me levanto a las siete y media, me aseo, vivo con mamá. Soy coqueta, igual demasiado, y me gusta echarme colonia y pintarme los labios”, cuenta. Su madre le desenreda el pelo todas las mañanas, aunque Eva asegura que “yo también podría hacerlo”. Le gusta a Eva que suene música por la mañana, le alegra el día. “Me vale todo, desde Rocío Jurado a El Consorcio, aunque a veces también poco Georgie Dann”, y se arranca a bailar un poco.

A Eva lo que más les gusta es ir al taller de restauración del CAI. “Cuelgo la mochila, me pongo la bata y me pongo en modo restauradora”, explica. Se sabe el proceso al dedillo y describe cómo devolver la vida a un mueble: quitar el óxido, lijar, echar cera, pintar… Estos días está rehabilitando un armario para el Ayuntamiento de Tapia de Casariego y le hace especial ilusión. También disfruta con las actividades del comedor y con las manualidades que hacen en el centro. “Soy muy presumida”, reconoce mientras juega con uno de sus anillos de oro, que combina con los pendientes.

Ejemplo de integración

Eva estudió en el colegio público y allí hizo un buen grupo de amigos. Aún conserva amistades de aquella época y dice que le gustaría reunirse más a menudo con ellas. Se sintió muy arropada en la escuela y se siente igual de arropada ahora, en el CAI Fraternidad. Eva es, sin saberlo, el ejemplo de la integración, una persona que encontró su sitio y a la que la sociedad también se lo dio. Entre los trabajadores del centro nadie pasa al lado de Eva sin recibir una sonrisa o un abrazo de ella. “Me gusta sonreir y estar con todos”, matiza.

Uno de los momentos más emocionantes de su vida llegó en 2015, cuando trabajó como azafata en el Foro de Inclusión celebrado en Oviedo y organizado por Plena Inclusión. Aquel día lo recuerda con orgullo y con brillo en los ojos: “Fue muy especial para mí, tanta gente...”, recuerda y se instala una chispa en sus ojos.

Adaptado a sus necesidades

En el CAI conviven cincuenta y tres personas adultas con diferentes tipos de discapacidad. Para todas ellas, este centro es una casa y un espacio donde la vida se adapta a sus necesidades. Esta semana se celebró el Día Internacional de las Personas con Discapacidad y Eva lo tiene muy claro: “Todos somos normales”, la frase que deja suspendido el aire unos segundos y que resume mejor que cualquier campaña institucional la importancia de este día. Lo dice con serenidad, convencida de que la verdadera inclusión empieza por mirar a cada persona con respeto.

Fuera del centro, Eva vive con su madre, en su casa del pueblo. Su padre ya falleció. En casa ayuda en lo que puede: va a buscar la leña y estos días está especialmente ilusionada porque se acerca la Navidad, que le encanta porque “trae luz, vida” y algún dulce, de esos que le gusta sacar de la lata de la cómoda de vez en cuando.

Rincón de la autoestima

Sin darnos cuenta, durante la conversación, Eva se ha sentado en el rincón de la autoestima, un pequeño espacio del centro donde los usuarios se arreglan, se peinan, se echan crema, se ponen pintalabios o incluso un poco de purpurina “para brillar más”, como dice ella entre risas. A Eva le encanta este lugar. “Aquí todos nos sentimos un poco más guapos”, comenta mientras se mira al espejo y eso que hoy una molestia en el ojo no le deja maquillarse como ella quisiera.

Aprovecha para enseñarnos otros espacios del centro: la sala de psicomotricidad, el jardín, la cocina, y distintas salas, todas ellas adaptadas a las necesidades de las personas que acuden aquí a diario. Cada rincón tiene su propósito, pero todos comparten un mismo hilo conductor: la dignidad, el respeto y la posibilidad de vivir plenamente.

Eva nos despide igual que nos recibió: con naturalidad, con cercanía y con una frase que se queda resonando después de irnos. “Hay que trabajar el cerebo y tener empatía... y quererse más”. Quizá, al final, eso sea exactamente lo que reivindica el Día de la Discapacidad: todo el mundo tiene derecho a sentirse pleno en algun lugar del mundo; Eva lo hace en Fraternidad.