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Productos de origen animal desechados por el sistema: ¿aptos para personas veganas?

Un sábado a última hora, dos jóvenes veganas se acercan tímidas al mostrador de una verdulería, en un mercado en el centro de la ciudad. Mañana es domingo y el mercado estará cerrado, así que saben que, como en el resto de paradas, habrá algunos alimentos que ya no se podrán vender el lunes. Que acabarán en la basura. Que nadie comerá. Le explican a la encargada que están en contra del desperdicio de alimentos y que, si tiene algunas frutas y verduras aptas para el consumo pero que el lunes ya no serán “comerciables”, les haría un favor si se las diera. La verdulera les dice que algo tendrá y que vuelvan en diez minutos para recogerlo, así que las dos jóvenes se dan una vuelta para hacer tiempo. Y, como en todo mercado a pocos minutos del cierre, la pareja de veganas ve cómo los trabajadores de una carnicería recogen lo que no han vendido ese día. Entonces, les asalta una pregunta: ¿es compatible la ética antiespecista con el consumo de productos de origen animal que han sido desechados por el sistema y están o estarán de manera inminente en la basura?

Para tratar de dar una respuesta a esta cuestión sin apriorismos conviene especificar que estas dos jóvenes, aparte de veganas –no compran productos de origen animal– son freegans. Es decir, que se alimentan parcial o totalmente de alimentos desechados pero aptos para el consumo. Lejos de la exclusión social y la demonización que sufren las personas que se ven forzadas a alimentarse de lo que encuentran en la basura, ellas no lo hacen, en la mayoría de los casos, por necesidad. Su freeganismo es, pues, una decisión política: una variante radical del consumo crítico, de evidente inspiración anticapitalista, que da salida a los productos comestibles desperdiciados por el sistema de producción de la sociedad de consumo en la que vivimos.

La clave está en que, además, una persona freegan hace a menudo con su dinero lo mismo que una vegana: no compra productos de origen animal y, por ende, no genera demanda. Tienen en común, pues, que ambas rechazan de este modo financiar la crueldad intrínseca de la producción de leche de vaca o la brutalidad de los mataderos, sea cual sea la especie que en ellos se asesine y despiece. Se informan de dónde pueden reciclar comida, a través de contactos o en Trashwiki, una web colaborativa donde se puede consultar cuáles son los sitios idóneos –y cuáles no– para recuperar alimentos.

Y esto es algo que, ciertamente, no es difícil en las ciudades: según el último informe de la FAO al respecto sobre la huella del desperdicio de alimentos y el impacto en los recursos naturales, un tercio de los alimentos que se producen en el mundo cada año acaba perdiéndose o en la basura. Por tipos de alimento, un estudio financiado por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos afirma que en todo el mundo termina en la basura cada año el 45% de las frutas y verduras, el 35% del pescado, el 30% de los cereales y el 20% de la carne y los productos lácteos.

La paradoja la encontramos en la criminalización que sufren aquellas personas que por necesidad o por una decisión política reciclan comida de los contenedores. Una violencia institucional que se agravó especialmente durante la pasada crisis: algunos ayuntamientos dirigidos por el Partido Popular persiguieron estos actos de forma completamente desproporcionada. Cuando el ex ministro del Interior Juan Ignacio Zoido era alcalde de Sevilla, elevó las multas a estas personas con hasta 750 euros, la misma cifra que impuso Alberto Ruiz–Gallardón en Madrid en el año 2009. Ocurrió lo mismo en A Coruña y en la Córdoba de José Antonio Nieto (después en el ojo del huracán por su papel como Secretario de Estado de Seguridad durante el 1–O), que subió el castigo a 900 euros.

Así que, si desde un punto de vista anticapitalista es aceptable el consumo de estos alimentos, ya fuera de la cadena de suministro (proveedor – distribuidor – consumidor), ¿sería coherente también con la ética antiespecista pedirle a la dependienta si tiene algo de carne que vaya a tirar a la basura? Por un lado, a nadie se le escapa la aparente incongruencia de tener en la nevera un imán del Frente de Liberación Animal y el congelador lleno de hamburguesas de ternera rellenas de queso; por otro lado, esa carne ya está desechada y fuera del circuito de consumo. Nadie va a lucrarse con ella y reciclarla no genera demanda.

Ante este dilema conviene destacar que el consumo de productos de origen animal, vengan del mostrador o de la basura de la tienda, lleva consigo la cosificación de los animales no humanos por parte de aquellos que los consumen. Dicho de otro modo, en el caso de la carne, los cadáveres de los animales no humanos se consideran “productos” éticamente válidos con los que alimentarse.

Carol J. Adams, en La política sexual de la carne, acuñó el término 'referente ausente' en 1990 para definir el proceso conceptual por el cual, si los animales no humanos están vivos, son animales, y si están muertos, son carne y no un cuerpo muerto. Así, un cadáver sustituye al animal vivo y éste se convierte en un referente ausente. Incluso les cambiamos el nombre: un pez vivo es un pez, un pez muerto es un pescado. En inglés ocurre lo mismo con las vacas (cow–beef), cerdos (pig–pork), corderos (sheep–lamb) y ciervos (deer–venison).

Así que, en resumen, si una de las bases del antiespecismo es tener la misma consideración moral para todas las especies –incluida la nuestra– y jamás comeríamos carne humana desechada, parece difícil hacer encajar en la ética antiespecista el consumo de carne reciclada.

Por otro lado, es importante enmarcar correctamente el freeganismo dentro del activismo anticapitalista y ecologista para entender que el consumo de productos de origen animal reciclado tiene un efecto directo en el delirio consumista. Aunque nuestro poder como consumidoras es limitado, muchas veces podemos escoger a quién damos nuestro dinero. ¿Son verdaderamente compatibles con la ética antiespecista las hamburguesas veganas de los McDonald's de Reino Unido o Alemania? Y no hace falta irse tan lejos: Nestlé, la multinacional de alimentos y bebidas por excelencia –y una de las empresas más contaminantes del mundo– anuncia a bombo y platillo sus hamburguesas y salchichas “0% carne y con todo el sabor” dirigidas, a todas luces, a la creciente demanda de productos veganos en España. Las empresas se adaptan porque quieren su trozo de pastel.

Así pues, es difusa la línea que separa la ética anticapitalista y la ética antiespecista a la hora de abordar si sería más coherente comerse la hamburguesa rellena de queso que va a ir a la basura que no comprarle la cena a una multinacional que, si bien ofrece productos veganos cada vez más asequibles, es directamente responsable del sufrimiento de millones de animales.

Naturalmente, el consumo crítico también puede ser vegano y una puede hacerse sus propias hamburguesas sin carne con cuatro verduras y cereales que todas tenemos en casa. Y claro, a nivel de sostenibilidad, la huella hídrica y de CO2 de la dieta vegana, aunque mucho menor que la omnívora, existe –especialmente si los ingredientes no son ecológicos y de proximidad, lo que a menudo dispara los precios y pone a según que veganismo ante el espejo del clasismo.

Dar una segunda vida a los alimentos aptos para el consumo que desperdiciamos como sociedad parece razonable, sobre todo, desde un punto de vista ecológico. Y como decíamos, las empresas se adaptan: unos 30.000 establecimientos en toda España ya venden con suculentos descuentos los excedentes que si no se venden acaban en la basura a través de la aplicación Too Good To Go.

No es la intención de este artículo dar una respuesta clara y contundente a la pregunta que se hacen las dos jóvenes que reciclan alimentos en el mercado del barrio. A muchos veganos y veganas les quedará lejísimos el debate que aquí se plantea porque jamás hurgarían en la basura o pedirían comida a un desconocido. Y, sin embargo, siempre se pueden aprender cosas interesantes de la ética del consumo anticapitalista.

Un sábado a última hora, dos jóvenes veganas se acercan tímidas al mostrador de una verdulería, en un mercado en el centro de la ciudad. Mañana es domingo y el mercado estará cerrado, así que saben que, como en el resto de paradas, habrá algunos alimentos que ya no se podrán vender el lunes. Que acabarán en la basura. Que nadie comerá. Le explican a la encargada que están en contra del desperdicio de alimentos y que, si tiene algunas frutas y verduras aptas para el consumo pero que el lunes ya no serán “comerciables”, les haría un favor si se las diera. La verdulera les dice que algo tendrá y que vuelvan en diez minutos para recogerlo, así que las dos jóvenes se dan una vuelta para hacer tiempo. Y, como en todo mercado a pocos minutos del cierre, la pareja de veganas ve cómo los trabajadores de una carnicería recogen lo que no han vendido ese día. Entonces, les asalta una pregunta: ¿es compatible la ética antiespecista con el consumo de productos de origen animal que han sido desechados por el sistema y están o estarán de manera inminente en la basura?

Para tratar de dar una respuesta a esta cuestión sin apriorismos conviene especificar que estas dos jóvenes, aparte de veganas –no compran productos de origen animal– son freegans. Es decir, que se alimentan parcial o totalmente de alimentos desechados pero aptos para el consumo. Lejos de la exclusión social y la demonización que sufren las personas que se ven forzadas a alimentarse de lo que encuentran en la basura, ellas no lo hacen, en la mayoría de los casos, por necesidad. Su freeganismo es, pues, una decisión política: una variante radical del consumo crítico, de evidente inspiración anticapitalista, que da salida a los productos comestibles desperdiciados por el sistema de producción de la sociedad de consumo en la que vivimos.