Oribasia

Por Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Como hemos señalado en ocasiones anteriores, los rituales religiosos celebrados en las cumbres y faldas de las montañas o destinados a rendir culto a las divinidades que residían en ellas se pierden en la noche de los tiempos. Sin embargo, apenas existen testimonios arqueológicos o fuentes documentales que demuestren la existencia de tales prácticas. Una de las excepciones a esta ausencia de pruebas la encontramos en un ritual practicado por los antiguos griegos llamado oreibasia u oribasia que aparece registrado en la epigrafía y en las obras literarias de algunos autores de los períodos arcaico, clásico y helenístico.

Las evidencias existentes apuntan a que los griegos de la antigüedad consideraban que la mayoría o la práctica totalidad de las montañas eran lugares que favorecían el contacto estrecho o la comunión con la divinidad. Esta convicción que, en algunas poblaciones de la región del Épiro, se ha metamorfoseado y sobrevivido hasta la actualidad a través de la presencia de bosques “sagrados”, no era casual, sino que procedía de un convencimiento previo, de la certeza de que la morada de los dioses más poderosos se localizaba en el monte Olimpo, la cumbre más elevada y prominente de toda la Grecia continental. Por consiguiente, esta consideración, que no tardó en extenderse y aplicarse a otras cimas (Nisa, Parnaso, Pieria, Citerón, Taigeto, Cao, Pangeo, etc.), acabó por convertir a las montañas en uno de los lugares naturales más idóneos para llevar a cabo ceremonias de iniciación o solicitar la intercesión divina. Tanto es así que la costumbre de adentrarse en las montañas con fines religiosos acabó siendo conocida con el nombre de oribasia, una palabra compuesta formada por el sustantivo oros (montaña) y el verbo bainein (caminar).

La práctica totalidad de los registros literarios procedentes del período preclásico asocian la oribasia al culto dionisiaco, es decir, a las liturgias consagradas a Dioniso – Baco, el dios de la viña, el vino, la fertilidad, la diversión, el caos y el éxtasis místico. La vinculación con las montañas que le atribuyen sus seguidores es fruto de su biografía, de una serie de episodios que se desarrollan en su entorno y que se inician con su nacimiento en el monte Nisa y prosiguen con su crianza en los bosques que cubrían sus laderas o con su iniciación en los mismos. Esta relación, lejos de pasar desapercibida, es confirmada por las fórmulas retóricas utilizadas por algunos autores para referirse a él como, por ejemplo, “el montañés”, “el que vaga por las montañas”, “el que va y viene por los montes”, “el criado en las montañas”, “el que descansa en la montaña” o “el que se alimenta en las cumbres”.

La referencia más antigua a las solemnidades religiosas llevadas a cabo en un entorno montañoso data del siglo VII y aparece en un fragmento atribuido a un poeta avecindado en Esparta llamado Alcmán. Dice así: “una y otra vez, en medio de las cimas, cuando los dioses se deleitan del placer en la fiesta alumbrada por antorchas”. A pesar de que el autor no suelta prenda acerca del destinatario de tales devociones, lo más probable es que el protagonismo de las mismas recayera en Dioniso. Esta sospecha es confirmada por los testimonios de autores posteriores como Pausanias o Eurípides. Este último, en una tragedia fechada en el 409 a. C. y titulada Las Bacantes, aporta una serie de detalles que permiten hacerse una idea aproximada del desarrollo y de los ingredientes que formaban parte de esta clase de ceremonias. Para empezar, los participantes, en su práctica totalidad, eran mujeres, comitivas o grupos organizados de mujeres que mientras caminaban invocaban al dios exclamando evohé o eis oros (a la montaña). Su destino eran áreas fragosas y salvajes, espacios no intervenidos que, además de hallarse inmersos en las montañas, destacaban por la belleza de los elementos naturales (rocas, árboles, arroyos…) que formaban el entorno. Al llegar a estos lugares se elevaban preces a Dioniso y parte de la asistencia ejecutaba danzas frenéticas y movimientos convulsos con el fin de alcanzare un trance extático que, al mismo tiempo, facilitara la posesión divina. Para lograr este propósito se utilizaban, posiblemente, bebidas alcohólicas o sustancias psicoactivas a las que las mujeres no tenían acceso durante el resto del año.

Hasta la fecha nadie ha conseguido desentrañar las razones últimas que provocaron que los o las seguidoras de Dioniso eligieran las montañas y los bosques que las cubren como lugares privilegiados para darle culto. Lo que si parece evidente es que el antagonismo que enfrentaba y enfrenta a los géneros se resuelve y manifiesta, tanto en el caso de Eurípides como en otros casos, a través de niveles sucesivos de pares de opuestos: cultura contra naturaleza, hábitat urbano contra hábitat selvático, confinamiento doméstico contra libertad montaraz, mesura contra frenesí, orden contra arrebato extático… En este contexto, la montaña, que constituye una de las mejores representaciones de lo natural/salvaje, se transforma, contra lo que viene siendo habitual, en la gran valedora y aliada de Dioniso y, por ende, de la mujer.