Espacio de opinión de Canarias Ahora
Más allá de la entrevista de Hermida
Lejos de cosechar el aplauso que la Casa Real buscaba, la meliflua pseudoentrevista a Juan Carlos de Borbón, encargada a Jesús Hermida con motivo de su 75 cumpleaños, ha suscitado bastante rechazo ciudadano y si la imagen del monarca estaba ya muy tocada por los más diversos escándalos, la participación del otrora periodista y hoy untuoso y vergonzoso cortesano en la operación de lavado de imagen que La Zarzuela y otros poderes del Estado diseñaron hace meses pareciera que sólo ha hundido más su imagen de marca.
Capítulo aparte merece la consideración del gasto que haya generado a unas arcas del Estado, que siguen siendo las de todos, este vergonzoso esparcimiento de incienso en un momento en que, como casi todos los medios de comunicación, las televisiones públicas afrontan una crisis gigantesca y muchos de sus trabajadores están siendo puestos en calle, del mismo modo que habría que analizar si en la continuación del botafumeiro televisivo que constituyó el programa que posteriormente emitió la 1 sobre 'La Generación del Rey', algunos de los participantes no han podido sentirse, vistos los resultados, algo instrumentalizados.
Pero es que, además -y vamos a ver si nos entendemos-, el problema de fondo de nuestra monarquía no es sólo el de que Hermida no quisiera y/o no pudiera preguntarle al Rey por Urdangarín, por su viaje a Botswana o por su vida privada. Al menos por lo que a mí me toca aquí y ahora ni siquiera voy a entrar en si todas estas cuestiones son un problema, aunque creo que lo constituyen en la medida en que afecten al desempeño de las funciones del Rey y al propio prestigio del Estado. Como tampoco voy a entrar en el insulto y escarnio, y más en tiempos de zozobra como los que vivimos, que para muchos ciudadanos, entre los que me incluyo, comportan ciertas actitudes.
El problema al que voy a tratar de referirme y sobre el que quiero reflexionar con ustedes es el de que en una monarquía constitucional como la británica los reyes no conceden entrevistas, y no solamente acerca de su vida privada y su gusto por las cacerías en el Africa austral o por las presuntas estafas que cometen sus yernos. Es que tampoco, y mucho menos, conceden entrevistas en las que opinen acerca de los asuntos públicos tal como podemos hacerlo los que somos ciudadanos de a pie. Y es que si no son ciudadanos como los demás y, por su carácter inviolable, no pueden ser sentados en un banquillo, y si, por otro lado, su cargo tampoco está sometido al refrendo de las urnas, es precisamente porque los tales reyes, que no lo son por elección propia o ajena, sino por nacimiento, se abstienen en justa correspondencia con tales privilegios tanto de intervenir como de opinar ?en política opinar es intervenir- en los asuntos públicos y de mezclar éstos con su vida privada.
Y, dadas las peculiares características de la institución, en la que a veces no se sabe bien dónde empieza lo público y dónde lo privado, es por lo que es necesario que lo público, cuando se ejerce, no tenga el menor asomo, no ya de partidismo, sino de mera intencionalidad política, y que tenga un carácter exclusivamente neutro y representativo. Algo así como un funcionario que se limita a poner un sello a todos los actos del Gobierno, y que, mira por donde, se da el caso de que es el más alto funcionario del Estado y su cabeza visible. Pero nada más.
Pues bien: lo cierto es que así como tanto Isabel de Inglaterra como el resto de testas coronadas de nuestro entorno se ajustan a ese papel, como una herencia de la Transición y del papel primordial que el Rey jugó en ella, Juan Carlos I es la única excepción a la regla, si nos olvidamos del norteafricano Mohammed VI, aunque este último es, o debiera ser, al menos de momento, harina de otro costal.
Y es que si se tienen en cuenta no únicamente los mensajes navideños de Juan Carlos I, sino también los discursos oficiales en que aprovecha para opinar por sí mismo y dar a los medios de comunicación titulares sobre los temas más candentes, o, sobre todo, el importante papel que juega en la política exterior del Estado, especialmente con Iberoamérica y los países árabes y singularmente con Marruecos, es dudoso que a nuestro Rey pueda aplicársele con propiedad la vieja máxima de que los soberanos constitucionales reinan pero no gobiernan.
Al hilo de ello no está de más que recordemos que la caída de popularidad de Juan Carlos I se inicia mucho antes de que en el periodo 2011-12 estallara el caso Urdangarín y se produjera aquél traspiés de la cacería tras la que pidió perdón como si fuera un niño chico o el abuelete que se ha escapado de casa. En realidad habría que remontarse a aquel “Por qué no te callas” espetado a Hugo Chavez en noviembre de 2007, que si bien fue jaleado por cierta derechona también hizo añicos la imagen amable e inmaculada que hasta entonces tenía la ciudadanía de un monarca nunca enfangado en los charcos del rifirrafe político. Juan Carlos nos pareció en aquel entonces a todos humano, pero demasiado humano, como nunca debe parecer un Rey. Quedo desacralizado y a partir de ahí vino todo lo demás. Y ello por no hablar de las luces de alarma que dicho chirrido del sistema encendió en nuestra diplomacia, que a partir de entonces tuvo que replantearse su papel en las Cumbres Iberoamericanas. Aunque su diplomacia silenciosa en materia de política exterior y en asuntos como las relaciones hispano- marroquíes, a través de su primo Mohammed VI, o con otros parientes más lejanos, como los de Arabia Saudí, en los que a veces no se sabe donde empieza lo público y dónde lo privado, y hasta donde cuenta con el respaldo del Gobierno, siga sin ser cuestionada.
A estas alturas nadie va negarle a Juan Carlos de Borbón que fue una pieza primordial en la recuperación de la democracia en España, tanto como motor del cambio desde que es nombrado sucesor de Franco y se despoja voluntariamente de parte de sus poderes, como por actitudes concretas, como la defensa de la Constitución durante el Golpe de Estado del 23-F. No obstante, cabe también objetar que lo que hizo fue cumplir con su obligación y que, de haber actuado de otra manera, probablemente no seguiría ciñendo ya la Corona. Y que su papel en la Transición no debiera haber servido nunca para dotarle de una especie de legitimidad de ejercicio para acumular poderes extraconstitucionales, ni para que el principio de inviolabilidad se convirtiera en una patente de corso para la comisión de tropelías que, al menos en su entorno más próximo, cada vez hay más evidencias de que sí se han perpetrado.
Y si acordándonos malévolamente de su abuelo Alfonso XIII podríamos decir que Juan Carlos, aunque no gobierne, no sólo reina sino que también borbonea, el mejor antídoto para que en el futuro esto no vaya calando más en la población y no afecte también a su sucesor no puede ser otro que una delimitación clara de sus responsabilidades mediante leyes que desarrollen la Constitución y establezcan claramente cuáles son sus funciones, separen lo público de lo privado en su ejercicio del cargo y prescriban con claridad el refrendo del Gobierno de todos sus actos, cuando tengan carácter público.
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