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Aparcamientos, terrazas, aceras, accesos…

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En una cadena televisiva de ámbito nacional, emiten un reportaje sobre las consecuencias de la ocupación de vía pública (aceras incluidas), solución de emergencia adoptada por algunos ayuntamientos para compensar a los propietarios de bares y establecimientos cuando las restricciones impedían la utilización de sus espacios interiores.

El reportaje insertaba testimonios de personas que se quejaban básicamente de dos cosas: una, la supresión de aparcamientos; y dos, las dificultades inherente de accesibilidad, incluso para entrar a sus propias viviendas. Añadiríamos una tercera: la peligrosidad sobrevenida con la circulación rodada, atenuada –se admite- con las recientes medidas adoptadas por la Dirección General de Tráfico limitadoras de la velocidad que han de respetar los conductores.

Con el título “Ciudades para personas”, escribimos al respecto el pasado mes de marzo. Y advertimos que algo de lo contenido en el citado reportaje iba a suceder. Uno de los nudos del debate que se abría era si la provisionalidad de la medida terminaba quedándose. Para no ser tan provisional, claro. La invitación a reflexionar sobre la utilización o el aprovechamiento del espacio público está servida. En una investigación de tres profesores de la Universidad Politécnica de Madrid, Cristina Fernández Ramírez, Isabel González García y Rafael Córdoba Hernández, se alude a las relaciones entre la superficie de calzada, acera y espacio construido. Proponen intervenciones para mejorar y adecuar el uso al peatón. Una de ellas consistiría en el rediseño. Pensadas para espacios que contaban con zonas estanciales en las aceras y anchas calzadas para el vehículo privado. Promueven la apropiación del espacio para nuevos usos (terrazas, zonas de juegos, vías de transporte público prioritario, carriles bici) y su mejora bioclimática. “Así, el peatón podría adquirir una nueva dimensión en la ciudad. Sentirla de otra manera. Hacerla suya”, dicen los investigadores.

Escribíamos también que en el debate hay que incluir los factores medioambientales y de seguridad. Hasta ahora, el concepto aceptable era que la calle acogía contaminación y molestias (escapes, humos, malos olores…) y, por tanto, estar tan cerca o a la altura de esas causas nocivas, no era nada favorable. Los riesgos de un impacto o una colisión, por muy limitadas que estén las velocidades o por muy bien señalizadas que estén las protecciones de las zonas habilitadas para consumir, son evidentes.

Bueno, pues el reportaje nos devuelve a la realidad cotidiana, por decirlo de alguna manera. A medida que se va recomponiendo la normalidad, los conductores palpan que hay menos sitio donde aparcar (en algunos barrios, en algunas vías) y los ciudadanos han de dar rodeos o ir con cuidado y sortear obstáculos físicos para salir o acceder a sus viviendas.

Pues a ver cómo explican los ayuntamientos a quienes obsequiaron un espacio para mantener abiertos sus negocios que han de restituirlo. Y a ver qué les dicen a los viandantes para resolver sus quejas o sus demandas. Lo señalamos en su momento: “No es fácil, desde luego, encontrar el equilibrio entre acera y calzada. Los ajustes de tamaño y funciones son importantes. Damos por hecho que habrá soluciones diferenciadas según anchos de acera y calzada atendiendo a las necesidades de los nuevos usos. Además, podrían desarrollarse diseños integrados e incluso generar soluciones adaptadas y específicas para cada barrio o distrito. Pero las actuaciones han de combinar medidas a corto, medio y largo plazo, aún cuando este que podría considerarse urbanismo táctico no debería ser una solución recurrente, si se piensa en ciudades para las personas”.

Ahora la coyuntura es distinta. Y más impopular, por supuesto.

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