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La cultura del desprecio

José A. Alemán / José A. Alemán

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En 2007, Anroart publicó una novela mía (de la que no doy el título para no promocionarla) y dos años después sigo sin recibir información de tirada y ventas, lo que considero una falta de consideración con el trabajo ajeno. Un libro lleva años y no es plato de gusto perder el control de tu obra y verla inutilizada por un desaprensivo.

Ni qué decir tiene que no ha habido liquidación por ventas, con el lógico descuento de los ejemplares de que dispuse, fuera de los que habitualmente se entrega al autor. Esta parte de la queja fue la que más dolió a los replicantes que me atribuyen un desmedido afán de lucro. Espero que lo digan desde la autoridad moral que les da haber renunciado ellos a percibir honorarios o sueldos por su trabajo, el que sea; lo que sería de mucho mérito porque ahí es nada, en los tiempos que corren, ir por el mundo como las evangélicas avecillas del cielo, que no siembran ni cosechan ni dan golpe maldito y tan contentas y gordezuelas que se las ve en los revoloteos y retozos que puedan quedarles antes de sucumbir con el cambio climático.

Como bien se sabe, de cada ejemplar vendido, corresponde al autor por lo general el 10%. Dado que de un libro de narrativa se venden, a todo meter, unos 200 ejemplares (algo más si se trata de ensayos o de obra periodística), calculemos un precio por unidad de 15 euros para hacer números redondos. Se obtendrían 3.000 euros de los que irían al autor 300, o sea, menos de un euro diario en el supuesto de que le llevara sólo un año hacer el trabajo. Para que luego digan los mileuristas. Si quieren los replicantes decir tonterías, están en su derecho, pero que eviten atribuirme a mí la estupidez de pretender enriquecerme con la escritura en esta sociedad de vista cansada. 300 euros, por cierto, que disminuirían con Anroart pues cuando está de buenas suele aplica el 10% no sobre el precio de venta, sino sobre su porcentaje de editor. Una práctica que pronto, en febrero creo, obligará a la editorial a hacer frente a la querella de los autores del Atlas, que pretenden (absurdamente, of course) la justa retribución de su trabajo. Me apresuro a aclarar que un Atlas arroja ventas notables dado que cuenta con un público al que no alcanza, ni de lejos, la narrativa. Han tenido la fortuna de al menos ser informados de la suerte de su obra.

Al calor de esta mala experiencia (la primera con una editorial canaria), indiqué que la autoedición para vender por Internet y el libro electrónico son dos buenas alternativas. No enriquecerán a los autores, pero les permitirían llegar a más gente, a la que les saldrá más barato leer, y poner a salvo de atropellos la dignidad de su trabajo.

Algún replicante aludió a una supuesta pretensión mía de liderar una iniciativa en esa dirección; cibernética me parece que la llaman. Nueva idiotez propia de los modorros quevedianos. Porque ni se me ha pasado por la cabeza. No está uno para trotes y me erizo todo sólo de imaginarme en tal berenjenal. Mi tiempo de actividad pasó a Dios gracias y toca mojarse a otros, más jóvenes y con expectativas que yo ya no tengo ni quiero. Otra cosa es que me adhiera a la iniciativa de abrir un canal en esa dirección. A lo que invito, por cierto, a CANARIASAHORA, que prestaría un nuevo servicio a sus lectores, que van a más. Uno es un zoquete electrónico y no me meto en camisas de once varas, de modo que mi opinión es de diletante y relacionada con el actual debate sobre el futuro del soporte de papel ante el electrónico.

Les diré, por último, que aunque la percha fuera mi desagradable experiencia con Anroart, tengo bien presentes décadas de discusiones y debates públicos o privados con amigos y menos amigos en el ámbito de la cultura. Desde hace muchos años, ellos vienen señalando el desprecio de esta sociedad hacia sus creadores y cómo la situación ha empeorado con la autonomía y su prácticas clientelares y la política de premiar a los buenos y castigar la disidencia en la línea caciquil acostumbrada; ya sean artistas plásticos, escritores, periodistas, actores y grupos de teatro, cineastas, compositores, inventores o científicos; en especial, entre estos últimos, los que investigan problemas medioambientales y le joden a alguien, de vez en cuando, un negocito bendecido por el poder. Tanto he visto y oído que me parece milagroso que aún quede gente en la brecha resistida a coger la maleta y mandarse a mudar; lo que acabarán haciendo muchos, a poco se asimile “culturalmente” el convencimiento de la inutilidad de esforzarse aquí, que ya comienza a percibirse. Los términos de algunos replicantes en defensa de Anroart son buena referencia de cómo anda el patio.

Para mí, Anroart no hace sino robustecer esa cultura del desprecio para sobrevivir. Dicho sea esto en justa compensación por calificar de “campaña” lo que era una opinión personal basada en hechos. El recurso a denunciar una “campaña” cada vez que alguien abre la boca y larga lo que no conviene aunque sea una sola vez (ésta es la segunda, por inducción en mi caso), está tan gastado como la conspiración judeo-masónica-comunista (en la que sólo falta enrolar a los seguidores del Barça), dicho sea por mor de la memoria histórica. ¿O era histérica? No vale tratar de callar al personal con tales procedimientos.

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