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Las enseñanzas del pasado

Eduardo Serradilla

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Recuerdo, como si acabara de salir de clase, las enseñanzas de quienes, siguiendo la hoja de ruta de la mentalidad que imperó e impera en España, nos preparaban para el futuro. Para muchos de aquellos individuos alabar las bondades del régimen fascista italiano, o el golpe de estado del general Augusto Pinochet les llenaba de una satisfacción nada disimulada. Después estaban los que no se cortaban en proponer un modelo de líder amoral, mentiroso, partidista y chaquetero. Un superviviente nato, capaz de vender a sus compañeros de clase con tal de mantenerse a flote, pero sin perder la compostura, ni el buen rollo.

Y otros tantos, sobre todos quienes, en teoría, debían enseñarnos una fe que, tiempo atrás, perdió todo su significado; nos aleccionaban para que entendiéramos que NO todos éramos iguales -hubo, hay y habrá clases en nuestra sociedad-; y que el cacareado “reino de los cielos” está reservado para quienes más tienen, no para los desfavorecidos. ¿Hubo excepciones en medio de este erario? Sí, pero no fueron moneda de cambio habitual en una institución privada y religiosa que predicaba una cosa, pero luego se comportaba de una forma bien distinta.

Si aceptabas las reglas de juego, si tu familia tenía una posición lo suficientemente holgada como para poder corresponder, y su aprendías el arte de “mirar para otro lado” tu supervivencia estaba asegurada. Nadie quiere ser un paria, ni mucho menos un “freak” en medio de un engranaje pensado para que nada cambie, ni siquiera aquello que ya apesta por su misma condición de podredumbre. Ya se sabe que los ricos “también lloran” y que alguien, la mayoría, debe aprender cuál es su puesto en la sociedad.

Se trataba, y se trata, de aceptar que palabras como ética, moral y honradez son un lastre que sólo te acarreará desgracias, por lo que cuanto antes las dejes olvidadas, muchísimo mejor.

Se trataba, y se trata, de aceptar que las desigualdades son buenas, porque así los mediocres, los lameculos, los abrazafarolas y los corruptos medrarán a costa del esfuerzo ajeno, y nadie podrá hacer nada para evitarlo.

Se trataba, y se trata, de aceptar que nuestro país está lleno de personas olvidadizas, conformistas, pasivas y asustadizas. Seres que sólo se leen los titulares no fuera a ser que, al leer el resto de la noticia, su pequeño mundo se les desmenuce como el azúcar en el consabido café de la mañana.

Se trataba, y se trata, de aceptar que la corrupción no es percibida por una amplia mayoría de ciudadanos españoles, por lo menos, tal y como se define en el diccionario de la Real Academia Española, en su cuarta aserción: En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores.

Se trataba, y se trata, de aceptar que, o estás de acuerdo con las caducas, anquilosadas, partidistas e irresponsables reglas que rigen nuestra sociedad, o mejor que te vayas marchando. En España no se premia ni la capacidad, ni el esfuerzo, ni la formación, ni el mérito personal, ni nada que impulse una renovación de los modos y las maneras imperantes desde hace siglos. Nadie es capaz de dar su brazo a torcer, porque lo que importa es tener la RAZÓN, aunque ésta favorezca la desigualdad, pura y si adulterar. Y lo malo es que quienes predican la defensa de las clases más desfavorecidas terminan por padecer la misma atrofia mental que aquella que profesa, desde tiempo inmemoriales, las élites gobernantes.

Se trataba, y se trata, de aceptar que, un día más, la vida sigue igual, los problemas del país son del vecino, la liga de fútbol empezará en unas semanas, y si no llego a final de mes, la economía sumergida -o Caritas- me ayudará allí donde mi gobierno no puede llegar. Antes éste debe cumplir con el organigrama de la macroeconomía, que, como la misma palabra indica, es mayor que mi pequeña y doméstica economía.

Se trataba, y se trata, de aceptar que nuestro país no es serio y que es mejor apagar la luz e irse, porque el corazón de uno tiene un límite y mejor dejarlo antes de que el asunto llegue a mayores.

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