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Galicia: alianzas que dan, alianzas que quitan por Octavio Hernández

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Hay dos lecturas acerca de los resultados gallegos que me parecen vinculados y es buen momento para ponerlos de manifiesto, pues tienen alcance general. Me refiero a la cuestión de las alianzas en una situación de fuerte presión de desgaste sobre los partidos convencionales y de gobierno. Resulta evidente que la intención de voto en Galicia estuvo fuertemente condicionada por la elección entre un gobierno de partido único y un tripartito. La percepción de que un gobierno de tres, por muy de izquierdas que se diga, conduciría al despilfarro, está sólidamente anclada en la experiencia y ha sido reforzada por las exigencias de austeridad en el gasto público y el contraste con las estrecheces de las economías familiares, el desempleo y la pobreza. En la situación actual, Feijóo manejó con soltura este argumento, que conectó no sólo con sus votantes, sino con la frustración de quienes no le han votado nunca y se quedaron en casa.

Unos partidos de izquierda, hablando en términos muy generales, que no tienen arraigo para gobernar en solitario, siempre estarán dependiendo de pactos pos-electorales. Esta perspectiva no los ayuda a cosechar resultados, porque desincentiva el apoyo popular cuando la eficiencia en el gasto público se contrasta con los costes de dos o más aparatos de partido repartiéndose los presupuestos con sus respectivas clientelas. Un tripartito en Galicia, probablemente, visto desde la calle, no era mejor opción que el Partido Popular gobernando en solitario, pues probablemente, salvo si se optara por la secesión, que no es el caso, tres harían más o menos lo mismo, quizá de otra forma, con otros modos, otra propaganda, otros matices, guiños o hincapiés, pero el hecho relevante es que, se ponga como se ponga, tres gastan más que uno y no está el horno para bollos. Lección pues a tener muy en cuenta en Cataluña, donde la experiencia del tripartito fue nefasta y condujo a la Generalitat, a las comarcas y a muchos ayuntamientos, al despilfarro. De alguna manera, la gente ha acabado dándose cuenta de que los pactos pos-electorales son la verdadera oferta escondida detrás de los discursos de partidos con pocas posibilidades de alcanzar mayorías estables. Lo notorio de por qué es en la actualidad cuando esta percepción ciudadana manifiesta sus efectos de manera tan contundente como hemos visto en Galicia, que no puede explicarse solamente por factores o inercias históricas dada la envergadura de las políticas impopulares adoptadas por el equipo de Rajoy, que tenían que haber surtido efectos menoscabando los resultados de Feijóo, es que la propia inseguridad personal o familiar que producen tales medidas conducen al rechazo de alternativas débiles que deban pactar para hacerse fuertes y esto, a la vez que favorece al PP allí donde ostente solidez parlamentaria y arraigo local, se vuelve, sobre todo, contra el PSOE. No es una cuestión de siglas, sino de perspectivas negativas de unos votantes que, ahora más que antes, necesitan seguridad frente a la incertidumbre de cómo será el reparto de los dineros públicos entre dos o tres redes clientelares, que ha conducido al espanto de fraccionar órganos de gobierno, consejerías, direcciones generales, áreas de gestión, simplemente para complacer las demandas de los distintos partidos que negocian el pacto. No estoy de acuerdo con las políticas del PP, pero no estamos en momentos para esa clase de rebatiñas de cargos con cargo a un erario con varios dígitos en negativo. La gente en Galicia lo ha visto claro tras haber visto qué hacían BNGa y PSOE y no ha favorecido la operación de sumar a IU-Beiras.

La segunda lectura que me parece interesante hace referencia a esta última formación, que es una alianza en sí misma, pero el resumen exitoso de una política que es sello de la casa de la gestión del coordinador general Cayo Lara. Puede parecer que lo digo en desdoro, pero evidencias no faltan: Izquierda Unida no está recibiendo apoyo como proyecto o partido político a resultas de la crisis, lo vemos en todas las encuestas serias, sino que lo está aumentando por la vía artificial de desenvolver una radical apertura de IU a las alianzas con fuerzas políticas menores, más implantadas localmente y con electorados propios que, sumados en coalición, producen la sensación falsa de que es el proyecto el que cosecha los resultados. En este sentido, hay una forma muy propia de IU de actuar siempre en el seno de sus alianzas para conseguir que, de cara al público, parezca que el sumatorio se debe a sus siglas y su proyecto, porque éste surgió de un proceso de adición de organizaciones dispersas en 1986 y hay cierto vicio o especialización militante en eso de aparentar lo propio con lo ajeno. Lo nuevo de la estrategia de Cayo Lara, de sus tácticas electorales, que le está dando bastantes alegrías, es que él dejó de hacerse ilusiones con la posibilidad de integrar dentro de IU a quienes, a lo largo de los años y las legislaturas, han dado sobradas muestras de resistencia a la fagocitación, y sustituyó sin más demoras ni discusiones este concepto de unir a la izquierda dentro de IU, por otro de unirla fuera, es decir, por la generosidad y el respeto de la diferencia y de la existencia separada, y el acuerdo en la convivencia requerida por las barreras y resultados electorales que legitiman o deslegitiman cualquier proyecto, tanto si es moral o éticamente bueno desde el punto de vista del interés colectivo, como si no. Cayo Lara es realista, pero apenas ha modificado ninguna otra cosa en IU, lo cual limita bastante los efectos positivos de esa principal contribución suya y de su equipo al devenir del partido: la concepción abierta de las alianzas, basada en el respeto mutuo, en lugar de las vanas pretensiones fagocitadoras que, con frecuencia, han generado una conflictividad fratricida entre organizaciones de izquierda o, como ha dicho tantas veces Ramón Trujillo, han degenerado en espectáculos de cainismo espantosos.

Pero he aquí la gran contradicción, el dilema del momento, si se quiere: a la vez que esas alianzas sumatorias permiten a Izquierda Unida aumentar de manera importante su número de votos y cargos electos, como acabamos de ver con el ciclón Beiras, resultan ser un serio inconveniente, en un contexto de austeridad impuesta, para obtener el apoyo ciudadano neutro, no militante, que es el que da o quita la posibilidad real de gobierno, porque precisamente al no ser una unión en la solidez de un partido, sino una reunión eventual de fuerzas disgregadas, cada una con clientelas propias, ahora es juzgada como una mala opción si lo que se quiere es la gestión eficiente del presupuesto público. A poco que se mire, constituye un dilema sin solución. Por eso la situación conduce al cuestionamiento del conjunto del sistema político, donde las supuestas alternativas no consiguen recabar apoyo suficiente para gobernar, pues no pueden hacerlo sin pactos y estos son indeseables para la contención del gasto, y el partido más sólido en el gobierno es el que está llevando a cabo las peores políticas impopulares, recortando más allá de toda razón objetiva, por mor de una ideología profundamente antisocial y carpetovetónica. El modelo político de la Constitución de 1978 está atascado. Se resquebraja. La crisis en el PSOE es síntoma, más que una consecuencia, de ese resquebrajamiento. O habrá una gran reforma estructural, sistémica, presidida por la urgencia, que no se ve en el horizonte. O una revolución, con todas las consecuencias.

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