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En el momento oportuno

Juan Jiménez González

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Pensé, una vez, siendo muy niño, que el cielo nocturno era uno solo y que nunca sería un emisario de edades ingratas, propias de los avatares de la madurez. Fui, en muchas ocasiones, un aventurero adolescente que evocaba interminables cielos azules en idílicos rincones de la isla que me vio nacer.

Fuerteventura es, ciertamente, un espacio propicio para los soñadores de confines invisibles, para los que se retienen en su más lejana imaginación.

Muchos de los que nacimos aquí, incluso aunque pasamos años universitarios entregados a la disciplina académica, supimos que parte de la roca ínfima que sustenta la vida en este trozo atlántico está abocada a la lucha continua contra la especulación. Ayer y hoy discernimos sobre unos estrechos horizontes espaciales, como si en ellos manejásemos, desde aquí, las claves del desarrollo occidental.

Esta Isla es un símbolo de la evolución humana, en todos sus ámbitos. Nos hemos dotado orgullosamente de unos estandartes muy crudos, muy vivos, propios de una tierra reducida y concentrada, de la que podemos oír sus latidos si pegamos la oreja a su milenaria piel polvorienta. Hemos enarbolado viejas banderas que cantan a la cabra, al agua y al sol, que nos han amamantado y sostienen las columnas majoreras que se hunden hasta el centro mismo del planeta, unos sostenes eternos que desconocen las diferencias que nos empeñamos en levantar entre nosotros mismos.

En ese encono estamos ahora, desde hace bastante tiempo, y, en un afán muy humano, levantando invisibles muros cada día que solo resguardan orgullos infructuosos. El Atlántico nos forjó un carácter que, a veces, también hoy, se confundió con un vacuo reflejo de faro universal.

Sí, irradiamos una luz única desde nuestra atalaya, como muchas otras lo hacen, aunque necesitemos alimentar constantemente esa incandescencia cuando es preciso, en el momento oportuno, cuando la suerte de los desheredados se torna sombría en esta vieja Isla.

No concibo otra manera de lucha justa que la reposición permanente de las dignidades quebradas y la eliminación de los ánimos apagados.

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