Lo que no se ha dicho del 12 de octubre
Desconozco por qué la prensa no se ha hecho eco de lo que ocurrió el pasado 12 de octubre antes de que comenzara el desfile de la Fiesta Nacional. Se cuenta, y de eso los medios de comunicación, al menos los que tienden a orientarse al levante, no fueron parcos, que los asistentes abuchearon y profirieron toda clase de insultos y groserías al presidente del Gobierno.
Pero lo que no se dice es que el rey, tan pronto como se percató de la caterva de agravios y ofensas que dirigían hacia la primera autoridad del país después de él, se paró en seco —deteniendo de este modo a la comitiva que, cumpliendo con el protocolo, iba detrás de él, incluso a la reina, que iba a su lado—, miró a su alrededor y, con un visible gesto de malestar y de irritación, llamó a uno de sus más leales colaboradores en la Casa Real. Todos los presentes se quedaron paralizados. Nadie estaba preparado para una improvisación de esa naturaleza. «¿En Don Felipe? No, nunca», pensaron muchos. No es la campechanía, precisamente, una de las virtudes más acrisoladas del jefe de Estado, aunque, quién sabe, con el tiempo… Sigo: el monarca, como al parecer suele hacer en su ámbito privado, cogió suavemente del codo a su ayudante y se lo llevó a un lado para poder hablar a solas con él. El desconcierto en los presentes era absoluto.
¿Que qué le dijo? Sinceramente, no lo sé. El caso es que, al cabo de unos minutos, cuando las autoridades ya estaban situadas en los lugares correspondientes de la tribuna, se oyó una voz en off antes de comenzar el desfile. Todos se quedaron petrificados, mirando como abducidos a los numerosos altavoces dispuestos a lo largo del Paseo de la Castellana, entre la Plaza de Lima y Nuevos Ministerios. Espero no equivocarme en mi propósito de reproducir con la mayor fidelidad posible lo que todos —autoridades, militares y público— oyeron:
«Su Majestad el Rey de España Don Felipe VI desea comunicar su malestar ante lo que considera una inaceptable falta de respeto hacia el representante de la jefatura del Poder Ejecutivo español. La discrepancia política no debe utilizar el insulto como elemento de expresión. Nunca. La tolerancia y la urbanidad son virtudes democráticas que, perdidas, hacen inviable el alcance de las cotas de libertad y progreso a las que toda nación aspira. No es admisible que un Estado regido por las leyes, como el nuestro, acepte impasible las graves acusaciones de ilegalidad dirigidas a quien ostenta en la actualidad la presidencia del Gobierno. Aquellos que, movidos por la inquina y los inmorales intereses, cuestionan sin pruebas reveladoras y sólidas la legitimidad de los representantes de nuestras instituciones y la legalidad con la que llevan a cabo sus funciones deben ser señalados como ejemplos claros de antipatriotas, de españoles que nos avergüenzan y nos perjudican porque no solo dañan la imagen de lo que somos, sino que hacen lo propio con la historia que nos contempla y el futuro que nos espera. Su Majestad el Rey de España Don Felipe VI pide a quienes no sepan comportarse que abandonen el lugar que ocupan y solicita a los que se hallan cerca de estos maleducados antidemócratas que, con el respeto debido y la firmeza propia de la gente de bien, exijan a estos sobrantes que se marchen».
Tras la alocución se hizo un silencio inmenso e intenso, que rompió una salva de vítores acompañada, al poco, de un redoble de tambores, cornetas y motores de vehículos pesados que anunciaban el comienzo de la parada militar.
Se dice (repito: se dice —no puedo confirmarlo—) que tras la alocución, el monarca le dijo algo a la reina al oído. Ella sonrió y le respondió; él, más relajado, le acompañó riendo con ganas. Hay quienes afirman que le oyeron decir a Doña Letizia: «A ver si se entera también de lo que ha dicho el “dúo sacapuntas”»; pero, repito, esto no puedo confirmarlo.
EPÍLOGO. Lo que ha leído no es una fake new, fue un sueño maravilloso hasta que me desperté en medio de la sesión de control al Gobierno de los miércoles. Me entristeció que en un país como el nuestro lo imaginado solo pudiera darse en la ficción. Reconozco que enseguida me repuse de mi aflicción y sentí renacer la esperanza cuando oí a una distinguida diputada decir: «Le voy a dar dos datos…».
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