Un gigante de gigantes: Eugenio Padorno
El 5 de febrero de 1675, antes de que la relación entre las dos celebridades científicas se agriara, se agrietara y se rompiera por completo, Isaac Newton escribió a Robert Hooke con el propósito de defender la integridad de sus investigaciones sobre la luz. En esta epístola, conservada en la Sociedad Histórica de Pensilvania, el autor de la Ley de Gravitación Universal, para hablar de la importancia que ejercieron en él y en sus teorías muchos pensadores y hombres de ciencia que le precedieron, anotó: «Si he visto más lejos, es porque me he subido a hombros de gigantes».
Enterado de la triste nueva que nos convoca, no he podido evitar que Newton usurpara el espacio de mis reflexiones mientras mi corazón se iba recogiendo bajo el aura de una inmensa gratitud: hacia la vida misma, con sus entresijos azarosos y complementos circunstanciales, por haberme concedido la oportunidad de conocer y de enriquecerme de un gigante como Eugenio Padorno, que me ha permitido ver más lejos. Si bien han sido varios los gigantes evocados este año (Yolanda Arencibia Santana, Andrés Sánchez Robayna…, Alonso Quesada, en el centenario de su salida), gigantes que, con mis cortedades a cuestas, me ofrecieron el privilegio de poder ver más allá de los límites naturales de mi entendimiento, ha sido Eugenio quien más me ha sacudido el ánimo, pues con él —tras semanas estivales de silenciosa y desconocida convivencia mutua convertidas en personales retazos testificales autobiográficos— empecé este 2025, que presto desembocará en el mar de nuestras historias particulares para que comencemos a descender el río de 2026; y junto a él, aunque nunca lo llegara a saber, ni a suponer, ni a intuir, he recorrido el tramo de los últimos doce meses.
Cuando en enero le dediqué Poesía universitaria palmense —«A Eugenio Padorno Navarro, sol en este sistema de voces orbitantes y orbitadoras en el que he viajado como habitante en la luz»—, era incapaz de imaginar hasta qué punto las leyes gravitacionales del físico y matemático inglés podían ayudarme a explicar, desde el respeto y la admiración, la importancia y trascendencia que para mí ha tenido, tiene y tendrá la figura de quien, dentro del mismo universo compartido, no necesité tratar más allá del estrecho cauce que permitió el vínculo escolar y las ocasiones que ofrecían los puntuales encuentros académicos, librescos o coyunturales, que nos situaron en idénticas coordenadas. Eugenio, para mí, ha sido y es palabra escrita. A Eugenio, esencialmente, lo he leído. Él me ha invadido desde la lectura porque lo he percibido en todo momento como una de esas referencias intelectuales fundamentales en mi existencia para que yo pudiera construir la imagen del mundo, de la vida y del hombre que atesoro. Nuestra coincidencia espacio-temporal más prolongada —Facultad de Filología de la ULPGC, años noventa— es ahora una anécdota frente a la constatación de que su lugar auténtico para mí siempre ha sido aquel donde sitúo a mis gigantes, sean de la época que sean, procedan de donde procedan.
En torno a esta brillante, singular, privilegiada estrella, poseedora de una inconmensurable masa que ejercía una inmensa fuerza gravitatoria en un sinnúmero de discípulos, de humanistas y de maestros homólogos, que han trazado órbitas su alrededor, quizás desde la remotísima lectura pública de versos que realizó en la Escuela Luján Pérez, en noviembre de 1958, invitado por, entre otros, Manuel González Barrera, como leemos en su indispensable Acaso sólo una frase incompleta (1965-2015), que publicó Mercurio Editorial en 2018; sobre este cisne, repito —que astronómicamente sería afín a NML Cygni—, trató la humilde pieza con la que a principios de este año le expresé mi gratitud y donde declaro, de todas las maneras posibles, por un lado, que yo, astro menudo, insignificante satélite, me sentí atraído por este gigante desde el instante mismo de nuestro primer encuentro, en septiembre de 1991 (un año antes de su llegada a la facultad —de la que fue secretario en el decanato de Germán Santana Henríquez y director, entre 1994 y 1999, de la emblemática revista del centro, Philologica canariensia— tras un periplo docente que, además de la capital grancanaria, le condujo a Agüimes, Tafira, Arucas… y, de 1983 a 1988, París, una estancia que inspiraría su impresionante Septenario, de 1985). Esto, insisto, por un lado; y por otro, libro, el nombrado, en el que proclamo que, elípticamente, he orbitado a su alrededor a lo largo de estos más de treinta años de relación que he mantenido con él y que, como he señalado, ha sido esencialmente lectora.
II
7 de marzo de 2023. Big bang. Una llamada de teléfono de mi apreciado y admirado Oswaldo Guerra Sánchez favoreció que se alterara el afelio en el que me hallaba con respecto al maestro (por nada en especial, sino por la acumulación de elementos que modificaron el movimiento de la que podía haber sido una probable trayectoria natural —principio de inercia, primera ley de Newton—). Poco a poco, la involuntaria y despistada lejanía fue tornándose en el perihelio de un verano de 2024 que recuerdo como uno de los más felices que he pasado, pues tuve la oportunidad de viajar en el tiempo. Mi destino: esa década de los noventa que vivió el ilusionante nacimiento, no exento de dificultades, de la Facultad de Filología de la ULPGC y la universidad que la acogía tal y como las conocemos. Mi guía en la travesía: Eugenio Padorno Navarro, convertido en un Virgilio que acompañaba a un tipo “dantesco” como yo que, quizás por indolencia, comodidad o prudencia, y sin que hubiera selva oscura por medio, había extraviado la ruta que, bajo el amparo y el consejo del gigante, se podía haber tomado «a mitad del camino de la vida», cuando el siglo XX ya tocaba a su fin.
Subido a sus hombros, una vez más, contemplé la galaxia eugénica, la enormidad de su legado, y con ello la fortuna de quienes le hemos circunnavegado, que seguiremos silenciando el dictamen de la biología con las lecturas y observaciones estelares que, de un modo sempiterno, lo mantendrán con nosotros. Lo sentí a finales de enero de 1992, al lado de Carlos Álvarez, promoviendo La Plazuela de las Letras, en el Centro Insular de Cultura, que tanto bien ocasionó mientras estuvo desarrollándose; y estimulando un “Manifiesto poético último” que para mí se convirtió, por una parte, por el bien de la poesía, en mi última manifestación poética y, por otra, en el primer gran encuentro con una novísima y muy valiosa literatura canaria que el tiempo ha juzgado como se merece (Oswaldo Guerra, Federico J. Silva, Antonio Becerra…). Lo sentí, sí; y también lo hallé en esas colecciones de «alcance modesto», como afirmaba que eran —manufacturas en muchos casos autofinanciadas—, que consolidaron la plaquette como un género en sí mismo que, dependiente del canal, ofrecía una manera de entender la escritura lírica que caló profundamente en el siglo XX: Mafasca, Mafasca para bibliófilos, Cuaderno del sendereador, Pasos sobre el mar, Tierra del poeta (que coeditó con Andrés Sánchez Robayna, cuya fecha de nacimiento —17 de diciembre— coincide con la de su fallecimiento, un curioso detalle que me apuntó Alejandro Krawietz en un escueto y amable intercambio comunicativo), etc.
Me lo encontré al lado de Lázaro Santana Nuez, quien igualmente ha estado conmigo a lo largo de este año alonsoquesadiano que nos dejará en breve; los dos, hilvanando y encabezando los acontecimientos de una antología esencial para Canarias: Poesía canaria última (1966), reimpresa en 1997 al hilo de unas magníficas jornadas que se dedicaron a su publicación y que fueron recordadas en las páginas del opúsculo que dediqué al gigante de gigantes a principios de año y que saqué en Mercurio Editorial, sello que volvió a imprimir la nombrada compilación en 2016. Me lo encontré, sí; y di con él, de nuevo junto a Lázaro y acompañado de Domingo Velázquez y Jorge Rodríguez Padrón, en el consejo de redacción de Fablas, que tuvo por director de casi todos sus números a Alfredo Herrera Piqué. Eugenio estuvo en los nueve iniciales (1969-1970) y en el último (1979). Di, sí; y conocí a los tertulianos del horno o generación del horno, en simpática denominación de Pepe Quintana a los jóvenes estudiantes, futuros maestros homólogos del gigante que nos llama, que iban a casa de Carlos Pinto Grote: nuestro Eugenio, Miguel Martinón, José Luis Pernas, Alberto Pizarro... Conocí, sí; y vibré con su ópera prima, Para decir en abril (1965), que sigo reconociendo como el primer gran paso de un camino que no podía dejar de ser grande.
Y me recreé en sus padrinazgos, fundamentalmente los referidos a revistas del alumnado de Filología: Tiresias (1994-1995), Al margen (1997-1998) y, sobre todo, Calibán (1998-2002), cuyos responsables (pienso en José Miguel Perera Santana, José Yeray Rodríguez Quintana…) con el tiempo se han convertido en auténticos referentes de nuestras letras, ya sean las que giran alrededor de la creación como las enmarcadas en el circuito académico. Tanto ellos como los incluidos en ese sinnúmero de discípulos, de humanistas y de maestros homólogos antes anotado no podremos negar que, sin obligaciones, exigencias ni tributos —he aquí una muestra de la fortaleza de su autoridad—, este gigante, que sobre sus hombros nos enseñó a ver a otros como él, nos ayudó, por un lado, a que nos planteásemos nuestra realidad estética y cultural de otra manera, más atentos a la importancia que subyace en el hecho de que entendiendo nos podemos entender; y por otro lado, como consecuencia de lo señalado, contribuyó a perfilar en los jóvenes vates de aquella época una voz poética individual, autónoma, propia, identificable con la libertad, deudora del arte, hondamente trabajada y en constante revisión.
De su imprescindible Del lugar de existir, discurso de ingreso en la Academia Canaria de la Lengua (junio, 2002), extraigo esta cita que dice mucho de un magisterio que le llevó a trascender los límites de los centros educativos en los que impartió clases desde que comenzara en 1968 en el actual IES Joaquín Artiles, donde tuvo como alumno —así lo ha contado Miguel Martinón recientemente en unas jornadas celebradas en la RSEAPGC— a un joven Andrés Sánchez Robayna, con quien iba y venía en su coche: «¿No es educar o enseñar, en cierto modo, una forma elevada de crear? Por consiguiente, de ser afirmativa —como sospecho— la respuesta a esta pregunta, entonces he de aventurar que tal vez lo mejor que he podido producir se encuentra en las actividades de las enseñanzas secundaria y universitaria; y, si quiero pensar que he formado y he dejado formar en libertad, en provecho exclusivo de los alumnos, no es menos cierto que en esa tarea también, y sobre todo, he sido forjado como persona».
Jamás imaginé que necesitaría acudir al final de mi entrañable viaje estival de 2024 junto al maestro para dar fin a unas palabras, las que nos convocan, que van dirigidas igualmente a él —como aquellas—, pero bajo el manto triste de una despedida solamente física, que toma el aspecto de un arrepentimiento, pues postergué para no sé cuándo la ocasión de entregarle en mano, mirándole con afecto y gratitud, el velero de Poesía universitaria palmense, que planteó como colofón la siguiente certeza: «Entre la llegada de Eugenio Padorno Navarro como alumno de la Universidad de La Laguna y la llegada de Eugenio Padorno Navarro como docente de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en esos veintiocho años de diferencia, gracias a su prodigiosa intervención, se cimentó una admirada y admirable manera de hacer y asimilar la poesía en lengua castellana que, con el tiempo, trascendió hasta adquirir las formas de una entidad filosófica que contribuyó al entendimiento de lo que es y representa la canariedad; y que condicionó la lírica y el pensamiento cultural que se desarrolló a lo largo de la década de los noventa del siglo XX para luego sentar las bases para que fuera posible durante este primer cuarto del siglo XXI esa literatura de nuestra tierra que hoy no dudamos en afirmar no solo su más que demostrable existencia, sino su destacada posición dentro del amplísimo y complejo universo de las letras hispánicas».
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