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El odio, la última trinchera del poder

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2020 nos ha sumergido en una especie de futuro distópico que, como todo lo nuevo y desconocido, genera incertidumbre y temor.

Tener respuestas en un momento como este es casi imposible. Ni las autoridades públicas ni la comunidad científica están en disposición de poder prever qué ocurrirá y cuando terminará todo.

Esta situación de desesperanza es terreno abonado para el odio. Hay quien aprovecha la preocupación que genera que se tambalee nuestro sistema económico y productivo para agitar oscuras banderas, y así, defender ciertos intereses. Porque de eso se trata en definitiva.

La última moda ultraderechista es llamar “invasores” a las personas que agarran una mochila y se meten en una endeble patera en busca de un futuro de esperanzas, muchas veces siendo víctimas de mafias que se lucran poniendo en juego su vida. Dicen que sufrimos una avalancha y no se ponen ni medio colorados.

Una ‘invasión’ de unas miles de almas desfallecidas que llegan a las islas del récord de los 15 millones de turistas al año. Es ‘invasión’ porque la llevan a cabo pobres y africanos. Si fueran ricos y rubios sería una agradable visita, porque además de racista, la ultraderecha es profundamente clasista y aporofóbica.

Decía Naomi Klein que la violencia extrema logra que no veamos los intereses a los que sirve. Por eso agitan tanto el avispero, porque necesitan esconder sus vergüenzas bajo toneladas de insultos, de empujones y de acoso. Así, mientras la gente decente se escandaliza por toda esa crispación y violencia, no se paran a pensar que tras la lucha del último contra el penúltimo hay unas élites defendiendo sus privilegios heredados.

Su lucha no es la del canario contra el extranjero, porque entonces veríamos barricadas en las pistas de aterrizaje impidiendo que aviones procedentes de Gatwick llenaran nuestras playas de ingleses bebiendo cervezas. Su lucha es la del rico contra el pobre, pero como las partes que más tienen que ganar nunca aparecen por el campo de batalla, usan soldados igual de pobres pero temerosos de perder lo poco que han conseguido juntar tras una vida entera de doblar la espalda.

Porque en Canarias no hay racistas, hay gente con miedo.

El nivel de pobreza más alto del estado ha generado una inseguridad social que nos hace defender con uñas y dientes cada avance, cada euro ahorrado, cada derecho conquistado.

Pero nos equivocamos de amenaza. Las pateras no vienen a quitarnos nada porque sencillamente no pueden hacerlo.

Ayer mismo en el Parlamento de Canarias, una inquisidora Vidina Espino, portavoz de Ciudadanos en la Cámara, despreció la ayuda extra de 250 euros que la Consejería de Derechos Sociales consiguió otorgar a las más de 50.000 personas que cobran una pensión no contributiva o una PCI. Tuvo la poca vergüenza de decir que es una “dádiva” y un “decreto para la propaganda de Podemos”. Intentó incluso criminalizar a estas familias vulnerables que tienen que vivir con solo 390 euros al mes cuestionando en qué iban a gastarse ese pequeño extra que acaban de recibir. La señora Espino y toda la derecha a la que representa con estas palabras sí que tiene herramientas para hacernos retroceder en derechos.

Si las canarias y canarios quieren defender lo poco que tienen, sus libertades y derechos, deberían dirigir toda esa hostilidad hacia los poderes fácticos que han encontrado en la ultraderecha su última trinchera. Porque quien considera “paguita” las ayudas sociales ni cree en el estado social ni escatimará en esfuerzos para dejar las administraciones públicas con el perfil de un espagueti. Y si algo hemos aprendido con la pandemia es que solo lo público puede salvarnos.

La migración es algo que nunca se hace por gusto. A diferencia de coger un avión, las pateras no vienen por voluntad propia. Nadie se mete en una patera a hacer un trayecto en esas pésimas condiciones si no le tiene más miedo a la vida que a la muerte. Huyen de una situación que nosotras no somos capaces ni de imaginar.

Perder la humanidad y negarnos a darles una acogida digna nos desdibujaría como el pueblo acogedor, amable, solidario y peleón que fuimos, somos y seremos siempre.

Un país de ida y vuelta que ya tuvo que pasar por salir a buscarse las lentejas y que aún hoy envía a su juventud más preparada a investigar y trabajar para otros países.

Creemos profundamente que en Canarias no sobra nadie, venga de donde venga, porque lo mejor de nuestro pueblo es su gente.

Pero el Estado tiene que hacer su parte y ayudarnos a ayudar ofreciendo más recursos y espacios en la Península para garantizar los derechos humanos de las personas que llegan. Y de paso, para que la derecha no tenga opciones de poner a hervir el caldo.

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