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El símbolo y la identidad amarilla

Rafael González Morera

Las Palmas de Gran Canaria —

Hace 64 (sesenta y cuatro) años salía de mi casa del Puerto de La Luz con mi padre camino del Estadio Insular. Era el domingo 8 de julio de 1951, serían las tres y pico de la tarde, hacía calor, era una de esas tardes tórridas, veraniegas, en donde normalmente los domingos mis padres me llevaban a la playa de Las Canteras, en donde en el “toldo” familiar pasábamos el día de asueto, desde bien temprana la mañana hasta la tarde/noche casi cayendo el sol, con todo el condumio para pasar la jornada festiva, tortilla, croquetas, ensaladilla rusa, bocatas, refrescos, cervezas para mi padre y algún dulce para el postre, colofón final del avituallamiento. Pero ese día de julio no fuimos a la playa, y además comimos pronto en casa, y además mi padre comió muy poco “Sola, ponme sólo una ensalada que estoy nervioso”, le decía a mi madre.“Felo, llévale un bocadillo al niño para la merienda”, decía mi madre, que aunque no era futbolera estaba expectante y también ilusionada. Mi abuela Maye daba el último consejo. “Felo, no lleves al niño caminando, que termina muy cansado”. Y mi padre sentenciaba: “Mamá, mañana no tiene que ir al colegio”.

Jugaba la Unión Deportiva Las Palmas contra el Málaga en el último encuentro decisivo de la liguilla de ascenso a Primera División, en la que participaron aparte del equipillo y los andaluces malagueños que llegaban como favoritos, el Sabadell, Murcia, Zaragoza y Salamanca. Dos años antes, en agosto de 1949, la Unión Deportiva Las Palmas se había fundado por la unión de los históricos Victoria, Marino, Athletic, Gran Canaria y Arenas, y de las esencias de estos equipos comenzó a nacer el símbolo y la identidad amarilla. Ese domingo de julio mi padre decidió que no íbamos en la guagua sino caminando hasta el Estadio Insular, porque por el trayecto se fue reuniendo con varios amigos, que luego formaron una comitiva porteña hasta el recinto futbolístico, que dicho sea de paso había sido inaugurado en diciembre de 1944. Primera parada, en el bar de Emeterio, que se llamaba “Aquí te espero”, pero todo el mundo lo conocía por el nombre del propietario, un republicano socialista que había estado en el campo de concentración de La Isleta junto a mi padre y miles de represaliados del franquismo, y que según decían en voz baja todo el mundo, fue un valiente enfrentándose incluso a los “cabo vara” de la prisión fascista, los que repartían palos incluso por expresar alguna pequeña protesta.

Primer café y charla con Emeterio, recogida de un par de amigos, y rian p¨al estadio, no sin antes hacer otra parada en el bar “Juan Pérez”, y por supuesto incrementar la tropa porteña camino de la gran gesta que se iba a vivir contra el Málaga entrenado por Ricardo Zamora. Pasamos luego por delante del mercado del Puerto, calle Albareda adelante, en donde vivía esquina a Tenerife la que años más tarde sería mi novia y luego esposa Pepa Pérez,y sus padres Antonio y Maruca, y casi enfrente pasamos por la “Viuda de Mateo González e Hijos”, en donde se incorporaron Mateo y Juanito González, también camino del estadio. Creo que por el parque Santa Catalina hubo otra parada, con cafetal y digestivo, en el bar “Casablanca” o en el “Guanche”, o quizá en el “Rayo”, no recuerdo bien, en donde casi todos los días al mediodía mi padre se reunía con los compañeros de Transmideterránea y Aucona, los hermanos Agustín y José María Millares Sall, Robledano, Carballo, Dominguez, Vicente Doreste, y otros muchos más.

Hacía calor, algo de bochorno, cuando creo que casi a las cinco menos cuarto llegamos al estadio. Había un llenazo histórico, aunque la capacidad por entonces eran unos diez mil espectadores a reventar, todavía no se había construido la grada curva, y la de naciente tenía sólo la parte de abajo. Nervios. tensión, emoción, y el árbitro, el castellano Manuel Asensi, a las cinco y cuarto de la tarde, dio el pitido para el comienzo del partido que iba a cambiar la historia de la Unión Deportiva Las Palmas tras su paso fulgurante de regionales a la Segunda División española.

Ya saben los mayores, pero les recuerdo a los más jóvenes la formación del equipillo: Montes; Castañares, Juanono, Yayo; Tatono, Elzo; Manolín, Polo, Tacoronte, Peña y Cedrés. El primer tiempo terminó 0-0, y recuerdo un poco difusamente que mi padre le decía a un amigo, no recuerdo a quién, que tuviera esperanza, que igual en la segunda parte se podía encarrilar el encuentro. Y en la continuación llegó el primer gol de Peñita, Joaquín Peña, que hizo ulular al estadio llegando el clamor al Náutico, al Puerto, a Vegueta. Fue a los dos minutos de la segunda mitad, y yo me vi zarandeado, abrazado, apretado, por mi padre y sus amigos, y cuando llegó el segundo de Manolín, aquello fue una auténtica explosión de entusiasmo colectivo, que llegó al paroxismo cuando Tacoronte marcó el 3-0, madre mía, que locura. Luego Manolo Torres, que jugaba en el Málaga, igual que Beneyto, consiguió el tanto andaluz, pero Polo, Polillo, remachó la gran victoria con el cuarto tanto. El Estadio Insular se venía abajo y arriba, la grada de Fedora, la Naciente, la Preferente y Tribuna, echaban chispas, y de pronto el bocadillo que me llevó mi padre para el descanso voló por los aires, no sé adonde fue a parar, ni tampoco le di importancia. Recuerdo más las algarabías que les cuento, que las propias incidencias del partido, y los goles, que entusiasmaron a la afición, pero sinceramente me fijaba más en el entusiasmo popular, en el de los amigos de mi padre, que en el propio partido.

La vuelta para mi casa del Puerto fue también echa a pie por los Arenales adelante, con una enorme masa humana cantando y aplaudiendo la gran victoria amarilla. No recuerdo bien la primera parada, pero creo que fue en el bar “Rayo” del Parque Santa Catalina, en donde mi padre y los amigos del trabajo tenían cierta “cuña” por ser clientes asiduos, y aunque estaba a rebozar, me pudo conseguir una ensaladilla “nacional” (estaba prohibida decir “rusa” por el General Franco) y unos rebozados, que con un “baya/baya”, como tenía hambre por la pérdida del bocadillo, me supieron a gloria amarilla. El escándalo era tan grande, que en el Parque Santa Catalina los bares aledaños a “El Rayo”, el bar “La Peña”, “Biarritz”, “Casablanca”, “Niceto”, estaban de bote en bote, y malagueño el que no bote, y me vi subido a hombros por uno de los amigos de mi padre. Tras un par de horas en el Santa Catalina Park, de nuevo rian p¨al Puerto, y me parece que la última parada fue otra vez en el “Aquí te Espero” del entrañable Aniceto.

No recuerdo a qué hora llegamos a casa, pero sí que mi madre exclamó al abrir mi padre la puerta: “¡Felo, a estas horas con el niño en la calle”!, a lo que mi padre dijo escuetamente: “Sola, estamos en Primera División”. Fue el primer ascenso, y ahora al ver a mis nietos llorando de emoción tras esta nueva jornada histórica, me vinieron reminiscencias a la memoria de un amarillo que vio nacer a la Unión Deportiva Las Palmas. Con todos los respetos a los antifutboleros, a los que no les gusta el fútbol, tengo que reconocer que hay una tradición amarilla que ha unido a todas las tendencias políticas en todos los tiempos, y el otro día se vio en el Estadio de Gran Canaria como incluso gente muy de derechas que estaba en el palco y sus aledaños, le aplaudieron con fervor grancanario a Antonio Morales, flamante nuevo presidente del Cabildo Insular de Gran Canaria. No debo terminar esta aportación al historicismo amarillo sin citar al presidente Miguel Ángel Ramirez, que ha hecho realidad primero la salvación económica de la Unión Deportiva, y luego la proyección definitiva hacia el ascenso, y a Paco Herrera, que desde el banquillo ha sabido llevar a una magnífica plantilla a la Primera División del fútbol español. El símbolo y la identidad amarilla ha vuelto a la categoría que se merece.

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