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El uxoricidio. Una lacra en progresión imparable

Carlos Castañosa

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Siempre es traumático abrir los informativos a primera hora de la mañana porque la mayor parte de las noticias nos hablan de desgracias, accidentes, de inmigrantes muertos en la desesperada búsqueda de su supervivencia, atentados, catástrofes naturales o desastres provocados, que dejan el cuerpo rallado para comenzar un nuevo día con el alma encogida.

Últimamente, como una moda o rito macabro, a la cotidiana colección de tragedias se añade, casi cada mañana, la misma noticia de un nuevo crimen por violencia de género con resultado de muerte de una mujer, el suicidio o intento de suicidio del asesino y los hijos con el resto de su vida destrozada, cuando no son también víctimas directas de parricidio.

En años anteriores solía repetirse la misma secuencia de unas 50 muertes anuales de mujeres a manos de sus parejas o ex parejas. Terrible la estadística de un caso por semana. Pero este pasado mes de julio ha sido demoledor por el espeluznante número de diez trágicos episodios de uxoricidio en España. Uno cada tres días, que casi triplica la habitualidad anual que parecía tristemente estabilizada.

Es evidente que algo se está haciendo muy mal para que esto suceda. Una atrocidad que no admite la resignación colectiva, ni debe consentirse que no disminuya la intensidad de esta lacra social y humanitaria, sino que aumente a niveles escandalosos.

La gestión política aplicada a esta herida abierta en nuestra sociedad resulta deplorable. No como juicio temerario, sino por la evidencia de unos resultados lamentables que confirman nuestro lema: “Todo lo que toca la política se contamina y se pudre”. La otra cita que acompaña a nuestro ideario: “Solo la sociedad civil está capacitada para resolver sus propios problemas”, toma aquí carta de naturaleza.

No se pretende plantear un problema para proponer soluciones, pues está planteado de antemano y sin ambages. Cierto también que la participación ciudadana no tiene capacidad de actuación directa, y debe delegar reivindicaciones, derechos e intereses en sus representantes políticos. Los servidores del pueblo contratados en las urnas.

Llegado el caso extremo, aquí presente, sugerir a los padres patrios la conveniencia de rectificación en las partes más sensibles de un algoritmo erróneo a todas luces, en virtud de sus resultados inaceptables. No siempre lo legal, o legalizado, coincide con la legitimidad de algunos derechos; ni lo “políticamente correcto” tiene por qué encajar con precisión en el uso de razón o en el sentido común.

Por ejemplo: Legalizar el recurso inconstitucional de privar al hombre de la presunción de inocencia en caso de denuncia por malos tratos, sin opción a considerar que sea falsa o no, sigue sin resolver, ni siquiera amortiguar los efectos de violencia machista. Antes bien, redunda en exaltar posturas radicales que tienden a demonizar al género masculino en su generalidad. Si una mujer, desde una legítima postura feminista comenta en las redes (un suponer): “los hombres van ya directamente a matarlas a ellas y hasta a los propios hijos por venganza”, seguramente quiso expresarlo, no de modo que son los “hombres” quienes van directamente a matarlas... sino el reducto de maltratadores y asesinos malnacidos; del mismo modo que no todos los hombres son, somos, rubios, fontaneros, latinos, senadores o funambulistas. Es el riesgo de que el subconsciente colectivo llegue a no distinguir el concepto de “hombre” relacionado con ser humano o persona con la misma entidad que la mujer.

Otra cuestión que tampoco resuelve ni remotamente la barbarie machista es la estructura politizada de algunos movimientos feministas, cuando se dejan de lado los valores propios de asociaciones y ONG, sin ánimo de lucro, que luchan denodada y activamente en favor y defensa de la igualdad y derechos de la mujer, actuando con el legítimo y verdadero feminismo que abandera con dignidad y principios morales, paulatinamente y con penuria de medios, la equidad, reconocimiento y respeto que merece la mujer por razones vitales obvias.

Con respecto a algunas entidades, también tituladas como feministas, millonariamente subvencionadas, según datos fehacientes y alguna que otra fake news que engorda las cifras, propenden a la radicalidad y al activismo político para facilitar que tal partido se arrogue el papel de adalid del movimiento, o que otro lo recrimine como antidemocrático para, en ambos casos, potenciar sus respectivos yacimientos de votos. Asociaciones que abusan del dinero público procedente del “clientelismo” feroz de algunas formaciones pero, a la vista está, tampoco sirven de nada y siguen in crescendo los asesinatos, los suicidios y las violaciones, en grupo y de las otras.

No hay posibilidad de proponer soluciones concretas por la especifidad de tan grave problema. Pero quizá fuera conveniente ir puliendo los parámetros negativos comentados y, por supuesto, adaptar el Código Penal a la realidad social objetiva, sin implicaciones políticas.

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