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'Ut mulieres omnes ecclesiae catholicae'

Israel Campos

Las Palmas de Gran Canaria —

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En estos días, hemos vuelto a encontrarnos con titulares protagonizados por las declaraciones siempre sorpresivas del papa Francisco. En esta última ocasión, se manifestaba en relación con la posibilidad de constituir una comisión que revise el papel más activo de las mujeres en la liturgia católica. No deja de ser anecdótico el hecho, si miramos que no hay mejor manera de aplazar cualquier decisión sobre un asunto que creando una comisión. Pero especialmente, porque la cuestión del protagonismo de las mujeres en la Iglesia es un tema transversal de la propia historia del cristianismo, que aún en nuestros días sigue manifestándose con la incongruencia de un estado que niega el voto femenino en pleno corazón de Europa. Pero, pongámoslo en perspectiva, para entender algunas cosas.

Ya en los evangelios se encuentran las primeras referencias que nos hablan de la incorporación plena de las mujeres al grupo que había generado en torno a sí Jesús de Nazaret. Dejando a un lado la figura de su madre, son varias las mujeres nombradas por su propio nombre, y varios los pasajes que tienen como protagonista principal a alguna de éstas. No debe sorprender pues que con la formación de las comunidades cristianas la presencia de mujeres en estos grupos fuera importante. En las cartas de Pablo (que son anteriores a la redacción de los evangelios) se nombra a diversas mujeres y se destaca su papel activo dentro de diferentes comunidades, especialmente en Roma. En un primer momento donde los ministerios no estaban completamente definidos, y cuando recaía sobre cada comunidad la capacidad de elegir a sus líderes y colaboradores, había mujeres diaconisas, profetas, lectoras, sabias, etc.

En la disputa que en los primeros siglos se desarrolló por el establecimiento de una única comunidad cristiana, frente a la variedad de interpretaciones que se difundieron por todo el imperio romano, la situación de las mujeres se convirtió en un tema particular dentro de la guerra entablada entre los ortodoxos y los heterodoxos. Especialmente cuando los primeros se hallaban inmersos en su propio proceso de exclusión y reposicionamiento de sus mujeres. La Gran Iglesia había encontrado una solución para reservar alguna función a la mujer en las comunidades. Esta solución giraba en torno a la opción evangélica por la vida célibe. Aunque toda esta cuestión tiene una mayor complejidad y está ligada con la moral sexual que se está gestando en la Iglesia Primitiva, desde aquí se encontraron medios para atacar a las mujeres y su protagonismo en las otras sectas cristianas. Es en especial Ireneo de Lyon quien frecuentemente hace una interpretación sexual de la disposición de las mujeres por estas otras formas de interpretación del cristianismo. Utiliza términos como seducción, engaños, corrupción, atracción. Se trata, sobre todo, de deslegitimar la capacidad libre de la mujer, en cuanto a sujeto con sus propias inquietudes, para hallar a la divinidad por una vía u otra. Por otro lado, es un método fácil y vulgar de descalificar, al contrario, atribuyéndole intereses oscuros y depravados.

Finalmente, la Iglesia Católica logró vencer a sus enemigos internos. Un catolicismo que debía sin embargo su origen a la propia lucha contra los herejes. A comienzos del siglo II, el dogma no estaba definido, no existían credos aceptados por todos, y los evangelios eran muchos y muy diferentes. La ortodoxia se fue estableciendo a sí misma, a medida que debía enfrentarse a todas estas desviaciones. Se fija así el concepto de “Tradición Apostólica”, verdadero fundamento del catolicismo, ya que así se autoproclama legítima heredera de la comunidad fundada por los Apóstoles. A su vez, se establece que esta Tradición apostólica no entra en contradicción con el Nuevo Testamento, de modo que se superan los posibles conflictos que puedan plantearse entre el evangelio y la práctica ordinaria de la Iglesia. Se establecen Credos y Símbolos de F

e que sirvan de compendio de la doctrina ortodoxa; y, también, se fija el canon testamentario, por el que se incorporan los libros que constituyen el Nuevo Testamento. Para las mujeres, su segregación podría quedar resumida en el canon I del Concilio de Zaragoza del año 380: Ut mulieres omnes ecclesiae catholicae et fideles a virorum alienorum lectione et coetibus separentur, vel ad ipsas legentes aliae studio vel docendi vel discendi conveniant, quoniam hoc Apostolus iubet (Que todas las mujeres de la Iglesia católica y bautizadas no asistan a las lecciones y reuniones de otros hombres que no sean sus maridos. Y que ellas no se junten entre sí con objeto de aprender o enseñar, porque así lo ordena el Apóstol).

Estamos acostumbrados a una visión sobre el conocimiento y pensamiento de la Antigüedad donde predomina el protagonismo de los hombres. El papel central de nombres propios masculinos es incuestionable, y sería negar la realidad social del momento si pretendiésemos hablar de un peso importante de la mujer en esta área. Si bien, la manera en que estaba constituido el rol de la mujer en los primeros siglos de nuestra era, le impedía aspirar a encabezar y desarrollar grupos de reflexión filosófica; sin embargo, no por ello, estuvieron ajenas a las ideas que circulaban por las ciudades. Allí donde no hubo una prohibición expresa contra la presencia de mujeres, se constata su participación en mayor o menor medida. La exclusión de las mujeres del protagonismo en la religión cristiana fue un hecho intencionado, fruto del contexto histórico en el que se desarrolló. El mantenimiento de esta circunstancia no puede sustentarse ya sobre un pasado que poco tiene que ver la realidad socio-cultural de nuestros días. Sin embargo, mucho me temo que buena parte de la comunidad católica aún no ha evolucionado desde su discurso patriarcal, justificado por una interpretación interesada de una historia en clave masculina.

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