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Tres cumbres mundiales, ¿servirán para algo? por Francisco Morote

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¿Son importantes estas reuniones?

Lo son en grado sumo.

La cumbre sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio o, lo que es lo mismo, la cumbre de la lucha de los Estados contra la pobreza extrema, el hambre, las enfermedades y otras lacras que atormentan a miles de millones de personas, tiene lugar en el décimo aniversario de la llamada Declaración del Milenio, cuando se cumplen las dos terceras partes del tiempo estimado para lograr reducir, con pocas esperanzas ahora, la pobreza extrema y el hambre en el mundo en un 50% con respecto a la situación de 1990 en 2015. La cumbre del G20 en Seúl cuando tras el fracaso de la anterior cumbre de este grupo de países en Toronto, el mundo sigue sin contar con un sistema financiero internacional acordado, capaz de poner coto a los desmanes especulativos de los llamados mercados financieros. Y, finalmente, la cumbre de las Naciones Unidas sobre el cambio climático en Cancún, se celebra cuando es más evidente que nunca, como lo demuestran las catástrofes climáticas de este verano -los incendios provocados por las altas temperaturas en Rusia, las inundaciones debidas a las extraordinarias precipitaciones en Paquistán, etcétera-, que el planeta no se puede permitir más fracasos, como el de Copenhague, en la lucha contra el calentamiento global y el cambio climático ( julio de 2010 es el primer julio, en millones de años, en que el CO2 atmosférico, principal responsable del calentamiento global, sobrepasa las 390 partes por millón, ppm ).

¿Qué cabe esperar, pues, de cada una de estas cumbres?

Evidentemente que se adopten las medidas necesarias para hacer frente a estos desafíos,como demanda la ciudadanía mundial, la comunidad científica y el mundo ético y espiritual del planeta. Y para hacerlo habrá que tener presente que, aunque no se quiera reconocer, los temas propios de cada una de estas cumbres están tan cercanos entre sí, se llegan a imbricar muchas veces de tal forma que el éxito o el fracaso de cada de ellos repercutirá positiva o negativamente en el conjunto de todos.

Así, si se quiere que la cumbre sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio no sea un fracaso - a la vista de que los modestos progresos logrados entre 2000 y 2008 han sufrido un grave retroceso tras la crisis desatada en el sistema capitalista mundial de 2008 a 2010 -, las medidas que habría que tomar están relacionadas no sólo con antiguas demandas, como dedicar el 0,7% y más del PIB de los países enriquecidos a los empobrecidos, anular la deuda externa de los países más empobrecidos, sentar las bases de un comercio internacional justo, etcétera, sino con la construcción de un nuevo sistema financiero mundial, basado en la justicia que establezca impuestos solidarios a las transaciones financieras, tipo tasa Tobin, y que erradique los paraísos fiscales, destino del fraude y la evasión fiscal de las clases más acomodadas del sistema. Sólo esas medidas podrían asegurar el cumplimiento del objetivo de reducir a la mitad en 2015 el número de personas, cientos de millones, que dejarían de pasar hambre para tener sus necesidades básicas mínimamente aseguradas y vivir con la dignidad que corresponde a su condición de seres humanos.

Y otro tanto sucede con la cumbre del G20 de Seúl. Es cierto que en Estados Unidos el presidente Obama ha sacado adelante una reforma del sistema financiero que introduce una mayor seguridad frente a los temibles excesos de los mercados de Wall Street, pero es que esa reforma, que muchos expertos consideran insuficiente para prevenir nuevas crisis especulativas en ese país, está pendiente en el mundo. No se ha hecho, no se hizo en Toronto, no se diseñó una nueva arquitectura financiera internacional y mientras no se haga el riesgo cierto es que fruto del descontrol y la desregulación de los años de la globalización neoliberal, el peligro de nuevas y catastróficas crisis financieras, advertido por prestigiosos economistas, pende sobre el conjunto de la economía internacional. Por consiguiente, una cumbre que no proceda a la reforma y regulación del sistema bancario para hacer menos fácil la labor de los capitales financieros especulativos será un estrepitoso fracaso.

Finalmente, ¿qué decir de la cumbre de Cancún? ¿Es la última oportunidad? Si no lo es es una de las últimas oportunidades que la humanidad tiene de evitar que el calentamiento del planeta eleve la temperatura hasta 2º centígrados y más, porque las consecuencias medioambientales y económicas del cambio climático tendrían, ya están teniendo, efectos demográficos, sociales y políticos tan dramáticos que el desorden internacional podría llegar a ser incontrolable. De ahí la necesidad ineludible de la firma en Cancún de un nuevo acuerdo climático mundial, de un nuevo Protocolo que asegure que el clima del planeta no superará la barrera de los inasumibles 2º centígrados.

¿Servirán entonces para algo las tres cumbre mundiales de lo que resta de 2010?

Por desgracia, no se puede ser muy optimista. Los intereses de los mercados financieros especulativos, de las grandes compañías transnacionales, las razones y sinrazones de los Estados más poderosos no invitan a la esperanza. Más bien parece reinar la miopía cuando no la más absoluta falta de visión sobre las cuestiones que amenazan a la humanidad en este comienzo de siglo. En esta circunstancia la sensatez y el compromiso de algunos gobiernos en diferentes asuntos, como pueden ser algunos países europeos -Suecia, Noruega, Dinamarca, etcétera-, en los casos de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), y de otros países, latinoamericanos sobre todo, en otros -Bolivia, Ecuador, etcétera-, en la defensa del planeta contra el cambio climático, más el activismo de los movimientos sociales y ciudadanos vinculados, en mayor o menor medida, a los foros sociales mundiales, continentales, etcétera, parece ser la única esperanza para la resolución de unos problemas que las cumbres parecen poco preparadas o inclinadas a solventar.

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