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No es país para viejos

Montaje hecho por Ana Tristán con fotos de internet (licencia de libre uso).

Ana Tristán

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Estoy acostumbrada a cambiar cada año de piso, de trabajo, de ciudad y de estado de Facebook. Cambio todo, todo el rato y bruscamente. Sin embargo, mi abuela remendó la misma bata de guatiné toda su vida, vivió en el mismo piso con olor a naftalina hasta que no le quedó otro remedio que marchar a territorio enemigo: una residencia de ancianos.

Las instituciones son un asco cuando de atender la necesidad se trata. Seguramente nuestras instituciones de cuidado y dependencia son mejores que en otros lugares. Siempre podemos consolarnos pensando que estamos mejor que en un país de esos que no son miembros del grupo de “países que conquistan otros países y hacen planes de reestructuración económica que desestructuran sociedades”. Vaya asco de consuelo.

Tenemos Apps para predecir el tiempo, los atascos, los controles de policía, el rumbo de la democracia. Tenemos sistemas de información que conectan Soria con Massachusets, tenemos máquinas que hacen café en cápsulas para no tener que hacer una misma ni el café, sin embargo, no hemos encontrado la forma de cuidar a nuestros dependientes. Por si aún hay alguien que no lo sabía: todas dependemos de alguien en algún momento de la vida. Todas necesitamos que nos ayuden a nacer, a vivir y a morir.

Las residencias de ancianos son jaulas de vida inútil. Y perdónenme por el sincericidio. Sé que muchos de ustedes tendrán que soportar el dolor de tener a alguien ahí dentro, el dolor y la culpa de no poder cuidarlos en casa, la duda del “qué pasaría si dejo el trabajo y me dedico a cuidar a mi abuela”.

Allí se encierra a las personas que dejan de ser productivas a ojos de la economía capitalista. Personas que han pasado la mitad de su vida trabajando, consumiendo y pagando hipotecas de repente se ven abocadas a un retiro obligatorio cuyo único objetivo pasa a ser hacer figuras de plastilina, juegos psicomotrices y tocar las palmas. Esto sí que es indignante. Para cuándo un 15-M en las residencias, delante del Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad.

Mi abuela perdió la vista con los años y sus accidentes, pero siempre tuvo más ojo que ningún profeta. Su inteligencia no tenía que ver con carreras, másters, ni cursos de chichinabo. Su inteligencia radicaba en su ojo, que vio el correr de dos siglos delante de su puerta. Hasta que llegó el maldito Alzheimer y se quedó sin puerta.

Mi ojo tuvo la suerte de cruzarse con su mirada en un recoveco del tiempo que ya se esfumó. Tuve la suerte de escucharla, abrazarla y ponerle en mi discman la discografía de Carlos Gardel. Como ocurre siempre con las cosas de la vida, parece que una se da cuenta de lo importante cuando ya es muy tarde, cuando ya no importa.

De pequeña, el piso de mi abuela me resultaba incómodo, agobiante, con olor a cerrado, a viejo, a resignación. Ahora lo echo de menos. Echo de menos que no pudiera morir en su cama, en su casa, olisqueando sus recuerdos.

Claramente no echo de menos la pobreza, ni el olor a humedad petrificada, nadie en su sano juicio lo haría. Lo que echo de menos es el recogimiento, la pertenencia que daban a mi abuela y que nunca darían los pasillos de una institución, por muy limpia, olorosa y amplia que sea.

Por muy aséptico que sea un geriátrico no se parece ni de lejos a un hogar, más bien a una guardería en la que pedir permiso para ir al baño, casi como una cárcel, ya casi un cementerio. Organizada como para recordar a sus habitantes el siguiente paso sin hablar de él (es de mal gusto hablar de la muerte), tan lleno de tiempo, igual de solitario entre cientos de nichos.

Es este el peso aplastante de la realidad, nada leve, soportablemente insoportable. Todas somos viejas en potencia, perdónenme el malhablarismo. Todas seremos mayores, ancianas, cachivaches reemplazables por piezas más jóvenes de la cadena de montaje global.

A quién le importan las ayudas a la dependencia si no existen personas dependientes en el espacio público, si fingimos ser para siempre jóvenes, sanos, inteligentes emocionales, emprendedores compulsivos y productivos hasta para mear. Por favor, en una sociedad de teenagers psicologizados si estás mal pues sonríes o te compras un libro de Paulo Coelho.

Mi abuela creía en Dios, pero no en la Iglesia. Creía en milagros como el respeto sin reservas, el amor incondicional y la dedicación a los demás. No le cabía en la cabeza que quienes debían hacer voto de pobreza vistieran de oro, tuvieran papa-móvil como Batman y dirigieran un banco. Gracias a mi abuela se relajó mi ateísmo adolescente, aprendí a respetar la religión no por dogma de fe sino por comprensión hacia ella y su forma de entender el mundo. Igual que ella entendió los divorcios de sus hijas, los piercings de sus nietas y los pantalones cortos que enseñan el culo.

Sé que al menos estaba bien alimentada, aseada, medicada y atendida. Pero sé también que la vida es más que eso. No somos sólo órganos, fluidos y compuestos químicos. No duele el azúcar alto, las varices ni la cadera. La vejez no duele, lo que duele es la soledad.

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