Cuando este viernes empezamos a indagar sobre el perfil y el canto del inspector detenido por la Guardia Civil, la reacción general en Fuerteventura fue de sorpresa y congoja. Sorpresa, por ver que por fin caía alguien al que todo el mundo señala de esa forma, y hasta congoja por recordar que pertenece a un clan, el de los Marichal, que según nos cuentan meten tanto miedo y terror a su alrededor cuando se han visto inmersos en problemas judiciales que ni la prensa se atreve a acercarse a los Juzgados de Puerto para retratarlos en el día de autos. Lo mejor de cada casa, vamos. Y no sólo con sus téntaculos insularísimos metidos en el engranaje de la Guardia Civil -donde cayó un hermano en el inicio de la Botavara hace un par de meses- o en la Policía Nacional, como se detecta ahora alarmantemente, sino en las Policías Locales de municipios de la isla. No se andan con remilgos estos pollos de cuatro dedos de frente y demasiado poder a sus anchas, por encima del Estado, en un territorio acostumbrado a la brutalidad del crecimiento en función de cuánto cemento mate la tierra amarilla. El majorero, que es así, como dicen los de vista a un lado. Será el majorero malo, añadimos nosotros, por el bien del común de los mortales. Y el policía malo, porque no se merece el Cuerpo tanto meneo y descrédito en Canarias desde que decidiera otro pollo, de bigotes, desatar su particular vendetta contra todo aquel que no le lamió la bota de cacique. Lo que le faltaba a la Policía Nacional era esto, o lo que está por venir extendiéndose de azul como mancha de aceite lo que antes era todo verde.