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Historias posibles: Añoranza

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Delante de él se extiende la inmensidad volcánica salpicada de cultivos, en los que predomina la vid. Los colores negro y ocre de las tierras se tamizan de verde, después de un invierno generoso, lo que sin duda es una rareza en esta tierra.

Junto a él, los verodes hinchan en porfía sus hojas atesorando energía, para, llegado el verano, ofrecer el espectáculo de sus lindas flores rosas. Las margaritas y las amapolas aceleran su ciclo vegetativo regalando una sinfonía de colores.

En una rama cimbreante de bobo moruno, se posa un alcairón con una lagartija en su pico. Él fija su mirada en el ave y, luego, mira a su alrededor como si buscara algo que a él y al pájaro pudiera interesarles. Allí están. Allí están las piteras, y hacia ellas levanta vuelo el pequeño cazador. Se posa en el extremo espinoso de una de ellas y clava la cabeza del reptil en el mismo, para, acto seguido, comenzar a darse un banquete, desgarrando al pequeño cuerpo hasta dejarlo como la raspa de una sardina.

Media docena de avutardas picotean en unos pastizales situados apenas unos metros más abajo, mientras un cernícalo bate sus alas fijando una presa. Un campesino entresaca pámpanos de sus frondosas parras. Un grupo de turistas sube a una guagua, después de hacer algunas fotos y comprar souvenirs en una bodega junto a la carretera central. Él respira profundamente. Sabe que ya nada es igual, pero se siente feliz.

Él sabe que no se puede atar una nube con sogas de pita, ni tampoco se puede retener el agua en un colador. Así es la isla: las nubes pasan de largo y cuando la ansiada lluvia llega, muy de tarde en tarde, la tierra quebrada la absorbe sin dejar charco en la superficie. Cuando en la distancia la evoca es así, como la contempla ahora. “Es una suerte estar ahora aquí”, se dice a sí mismo, mientras se gira hacia ellas, que permanecen a una distancia prudencial, y les muestra un gesto de agradecimiento.

Cuando sus padres tomaron la decisión de emigrar a Venezuela, él era un niño, pero en su mente quedó la foto fija de la isla. Con el paso de los años, y en la lejanía, los rostros de las amistades se desdibujaron y los familiares más próximos inexorablemente fueron desapareciendo. Pero la imagen de la isla, anclada en el Atlántico, a pesar de la distancia y de los muchos años transcurridos ?más de sesenta?, ha permanecido viva en su recuerdo: colores, olores y sabores, aridez y escasez de casi todo, malagueñas y folías...

Trabajó duro en el campo de la patria de Bolívar, pero sin llegar a enriquecerse. No obstante, estaba satisfecho de la familia que había conformado: una esposa cariñosa y comprensiva y dos hijas por las que ambos se desvivían. Con mucho esfuerzo pudieron costear los estudios de esas dos hijas, las cuales desempeñan hoy puestos de reputada consideración.

En las lejanas tierras americanas, los sutiles hilos de los sentimientos se fueron enmarañando en la familia, determinando que la mujer y las hijas del emigrante se sintieran isleñas a pesar de no haber estado nunca allí.

Muchas veces quiso viajar a la isla, pero su deseo era hacerlo con toda la familia y eso suponía un excesivo costo, difícil de afrontar. También lo retraía el remordimiento de que él lo hiciera y no lo pudieran hacer sus padres, a los que consideraba, por razón de edad, con más derechos.

Una caricia de su esposa o de alguna de sus hijas es para él el mejor premio, y lo tiene a diario. Por eso, cada amanecer da gracias a la vida, a la que se siente agradecido. Su satisfacción, no obstante, le permite soñar con volver un día a la isla, aunque sólo sea eso: un día. Ahora él y su esposa podrían pagarse el viaje, pero ¡sería tan bonito que sus hijas también fueran! No resulta fácil: la economía les es más favorable, pero la disponibilidad y coincidencia de tiempo lo complican todo. Tendrá que conformarse con seguir viendo la isla a través de la multitud de fotos que le facilita internet.

Cuando el alcairón abandona la pitera ya satisfecho, él vuelve a regocijarse en la contemplación del paisaje. Le fascina la rapidez con que las sombras de las nubes, arrastradas por la brisa, barren las faldas de los conos volcánicos.

?Después de que yo me vaya ?musita?, tú seguirás aquí y alguien vendrá y se sentará en este lugar a disfrutar de tu extraordinaria belleza. No te haré fotos para el recuerdo ?prosigue?, porque siento que me acoges plena de buenas sensaciones, y eso no se puede retratar.

El día en que su mujer le comunicó el viaje que habían organizado sus hijas, su viejo corazón dio un vuelco. No podía creerlo. Al fin se iba a hacer realidad su ansiado deseo. Además, su alegría se desbordó cuando su esposa le confirmó que también los acompañaría la pequeña nieta. Estaba seguro de que la decisión y organización eran de su mujer, aunque sus hijas la apoyaban, sin duda. Los días se le hicieron largos, ansioso como estaba por que llegara el momento.

Ellas se quedaron de pie en la cresta de la loma, mientras él avanzó unos cuantos metros y, después de girar varias veces sobre sí mismo, como si intentara aprehender todo lo que la vista le permitía contemplar, se sentó sobre un mojón. El brillo de sus ojos y la sonrisa permanentemente dibujada traslucían el espíritu de un hombre plenamente feliz. Unos metros más atrás, otros ojos confirmaban la superación de lo imaginado durante tanto tiempo y se mostraban satisfechos de que, al fin, él viera realizado su sueño y pudiera compartirlo con ellas.

Los pequeños brazos de la niña se ciñen alrededor del cuello de su abuelo, mientras esta le da un beso en su mejilla. Él la coge entre sus brazos y la sienta en sus rodillas y le señala lugares, cuyos nombres todavía permanecen en su memoria. Hay muchas más casas de las que había en su niñez, pero casi todo le resulta reconocible, a pesar del tiempo transcurrido.

Cuando la melancolía parece estar a punto de embargarlo, la niña estira una de sus manos hacia la cara de su abuelo y se la gira para que la mire. Entonces la niña le dice:

?Abuelo, cuando yo sea grande vendré aquí, me sentaré sobre una piedra y estaré en silencio mucho tiempo, como tú.

Él no puede evitar que sus ojos se agüen, pero la oportuna brisa acude a enjugarlos, y en su rostro aflora una sonrisa y un gesto de asentimiento. Luego, ambos se levantan y vuelven sus pasos hacia donde ellas pacientemente esperan.

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