Espacio de opinión de La Palma Ahora
Historias posibles: Al otro lado del espejo
“La respuesta está al otro lado del espejo ?le había asegurado su padre antes de fallecer?. Cuando te invada la desesperanza y la tristeza, y cuando creas que no es posible levantar el vuelo, mira al otro lado del espejo”. Con frecuencia, cada mañana, cuando se acicalaba a toda prisa para no llegar tarde al trabajo, fugazmente evocaba las palabras de su padre, pero el espejo le reflejaba un rostro con un evidente rictus de hastío.
Apenas comenzaba a despuntar el día y ya entraba a toda prisa en la oficina de la planta doce del edificio Torre Esmeralda, en la avenida La Castellana de Madrid. Antes de abrir la oficina al público, casi siempre, tenía que terminar de preparar la documentación que alguno de los abogados mercantiles del bufete precisaba, siempre con urgencia, y que el día anterior no había podido concluir, a pesar de dejar el trabajo cuando ya las luces artificiales iniciaban el arrinconamiento de la noche. Apenas veía la luz solar de lunes a viernes, y los fines de semana vivía con la angustia de cómo iba a poder abordar la ingente tarea que le esperaba para la semana próxima. Realizaba su labor muy minuciosamente, no dejando nada a la improvisación, pero casi nunca por ello recibía el menor elogio, pero los malos modos, las miradas inquisitivas y las amenazas soterradas se ponían de manifiesto por el más mínimo descuido que pudiera cometer.
Era consciente de que su esfuerzo personal, la sangría económica que estoicamente sufrieron sus padres y la inversión pública para poder concluir con éxito la carrera de Derecho estaban muy lejos de ser compensados con lo que el destino le estaba deparando. Lo peor es que no encontraba alternativa, y lo que más le dolía eran los ingresos que mensualmente recibía de su madre para poder ayudarla a malvivir, en una ciudad que la atrapó cuando arribó a ella para estudiar y que ahora cada día le resultaba más hostil.
Cuando aceptó el trabajo, lo hizo convencida de que el sueldo no cubriría sus gastos, pero sabía que durante un tiempo iba a poder contar con la segura ayuda de su madre. “Lo más importante es todo lo que voy a poder aprender en un despacho de esa categoría”, le dijo a su madre, quien lo asumió ilusionada. Pronto se convenció de que la oportunidad para adquirir experiencia se esfumaba, abrumada por un montón de documentos de unos clientes con los que ella nunca se relacionaría. Su expediente académico adornado de brillantes notas, el máster en Administración y Gestión Empresarial, su dominio de los idiomas inglés y alemán y un curso de Experto en Derecho Administrativo eran ignorados por completo por la pléyade de letrados del despacho, que solamente veían en ella la necesaria ayuda para la recopilación y ordenación de la documentación que requería la importante tarea que ellos, prestigiosamente, realizaban.
Era un sábado por la tarde del mes de abril, y aunque la primavera se manifestaba a raudales por los jardines y parques de la ciudad, el día amaneció frío y la tarde estaba resultando bastante desapacible. Lidia miró a la calle, por primera vez en todo el día, por la pequeña y única ventana que había en su sombrío apartamento, y se convenció de que el tiempo no invitaba a salir a dar un paseo. Se había pasado el día preparando comida para la próxima semana, lo que le ayudó a alejar de su mente la incontestable realidad en que estaba sumida. En la única estancia que componía el apartamento, el frescor de la tarde se fue haciendo perceptible, y aunque disponía de calefacción, el imprescindible ahorro hacía que, salvo en casos extremos, Lidia no la pusiera a funcionar. Decidió prepararse una taza de chocolate bien espeso, se puso un polar y se sentó a lo largo del sofá. Entre sorbo y sorbo de chocolate acudía a su mente la imagen de su madre allá en la isla. Estaba segura de que la estaría echando de menos, y ese pensamiento aguó sus ojos. Su estado sensible se fue haciendo más patente y las lágrimas resbalaron por sus mejillas por el evidente dolor que le producía la ausencia de su padre. Ahora más que nunca, echaba de menos sus caricias y sus consejos, que seguro le hubieran sido de gran ayuda para encauzar su vida.
Colocó la taza vacía en el suelo y extendió el brazo derecho para coger uno de los bolsos, de los muchos que colgaban de una percha, situada junto a un lateral del sofá. Lo abrió y sacó un pequeño espejo en el que se miró y vio su rostro borroso. Con la manga izquierda del polar se enjugó las lágrimas de su rostro y cerró fuertemente los ojos para escurrirlos y liberarlos de la opacidad. Volvió a mirarse en el espejo y constató, una vez más, que su rostro no podía ocultar la rutina y el hartazgo en que se estaba convirtiendo su vida. A su mente acudieron las palabras de su padre: “La respuesta está al otro lado del espejo”. Frunció el ceño y poco a poco pareció quedarse embelesada, con la mirada perdida frente al espejo. La imagen de sus padres, sentados en sendas mecedoras en el porche de la vieja casa, en un atardecer soleado, allá en la isla, se le presentó al otro lado del espejo. Escuchó las voces reconocibles de ambos en una conversación nostálgica:
?Tenemos que volver a saborear la fruta madura en el árbol y la verdura compartida con el gusano. Tenemos que mimar la tierra dolida por tanto tiempo ultrajada.
?Y yo te pregunto, amor mío, ¿cuándo empezamos? ¿No será una ilusión, un mero deseo, de dos viejos achacosos? Apenas unos pocos celemines y, ya ves: cubiertos de matojos. A nuestros hijos les vedamos el campo y, tal vez, hasta les dimos argumentos para despreciarlo.
?Ahora que ser cocinero da más prestigio que ser cirujano, apreciemos la materia prima y, quizás, un día llegará en que ser hortelano será un mérito difícil de alcanzar.
?No, a eso nunca se llegará, niña mía. El polvo y el estiércol empañan la cursilería.
Lidia, arrobada, no dejaba de mirar el espejo, en el que no se veía reflejada. La imagen de sus padres se fue difuminando dando paso a una pareja de jóvenes de espaldas, él la abrazaba con su brazo izquierdo extendido por la espalda y el derecho por delante, entrelazando sus manos en su cintura; ella apoyaba su cabeza en el pecho de él y separaba con su mano izquierda su espléndida melena hacia ese lado, dejando su rostro libre unido a su barbilla, mientras los dedos de su mano derecha jugaban, enredándose, con los pelos crespos del joven. Ella era ella, no necesita verse de frente, pero él ¿quién era? Luego, se cogieron de la mano y avanzaron, siempre de espaldas. Se volvieron a parar y se cogieron con ambas manos poniéndose uno frente al otro, dejando ver en el espejo sus perfiles. Lidia seguía sin reconocer al joven que tomaba sus manos y con el que ella parecía sentirse muy a gusto, pero el entorno donde se desarrollaba la escena, le resultaba familiar: era el rincón Juana María, allá en la isla, donde estaba la casa vieja de sus padres. La pareja, sin soltarse de las manos, charló placenteramente, y después de besarse en la boca, cada uno se fue por senderos diferentes, no sin que antes ambos se volvieran para indicar, con un gesto de manos a la altura de sus pechos, más que un adiós, un hasta luego. La imagen se difuminó y Lidia poco a poco fue tomando conciencia de que seguía estando a este lado del espejo.
Hacía tiempo que no se sentía tan bien, y aunque era plenamente consciente de que todo lo que acababa de suceder acaecía en un entorno puramente virtual, no dejaba de darle vueltas, para concluir que, sin embargo, todo era posible. Pero Madrid no era el lugar. ¿Por qué no colegiarse en la isla? ¿Por qué no ofrecer sus servicios a los empresarios de la isla? ¿Por qué no vivir en la casa vieja de sus padres? ¿Por qué no ofrecer sus conocimientos de derecho a los muchos extranjeros residentes en la isla, aprovechando su manejo de idiomas? En la peor de las situaciones, con el dinero que mensualmente su madre le enviaba, no sin gran esfuerzo por su parte, ella podría mejorar considerablemente su calidad de vida allá en la isla. “¡Dios mío, estoy gastando dinero de mi madre para mantenerme en una empresa que me exprime hasta la explotación! ?exclamó?. Hasta aquí hemos llegado”.
Dos días después de terminar de remitir por paquete azul de correos la mayor parte de sus pertenencias a la casa materna, Lidia, con la sensación de tiempo perdido, con la incertidumbre de qué le acontecería en lo inmediato, pero con la seguridad de que su vida necesitaba imperiosamente liberarse de la opresiva rutina en la que se había sumido, se adentró por la pasarela que la conduciría a su asiento en el avión que la llevaría hasta el aeropuerto de la isla. Disfrutaba imaginándose la enorme alegría de su madre por el reencuentro y, aunque a este lado del espejo no iba a poder contar con su padre, estaba segura de que la sensación de su presencia al otro lado, en los momentos necesarios, siempre la acompañaría.
Después de pedirle a la azafata un café con leche y un bocadillo de jamón y queso, Lidia se dio cuenta de que el pasajero que ocupaba el asiento junto al suyo, y que había pedido una cerveza y un bocadillo de jamón ibérico, la observaba de soslayo. De pronto escuchó su voz dirigiéndose a ella.
?Eres natural de la Isla, ¿verdad?... Lo digo por tu acento.
?Sí ?respondió Lidia lacónicamente, y sin mirarlo.
?Me gusta como habláis los de las islas. Nunca he estado en ellas, pero por lo que me han contado, lo que he leído y por los documentales que he visto, me atrevo a asegurar que me encontraré muy bien en tu isla.
?Seguro que sí. ¿Va a trabajar allí?
?Por favor, no me trates de usted, parecemos casi de la misma edad. Sí, voy a ocupar una plaza en una notaría que ha quedado vacante por la jubilación del anterior notario.
?¡Ah!, sí. Lo conozco. Bueno, allí nos conocemos casi todos. La ciudad es pequeña y he nacido y he vivido en ella casi toda mi vida ?esta vez Lidia giró su rostro y pudo ver al joven que se sentaba a su lado y por un momento su rostro le resultó familiar.
?¿Sabes si es fácil encontrar una casa en el campo y cerca de la ciudad para alquilarla? Me crié en una zona rural y es algo que echo mucho de menos. Después de estar unos cuantos años hacinado en una estrecha habitación, preparando las oposiciones, estoy cansado de la ciudad.
?No creo que sea difícil; si quieres me dejas tu teléfono y se lo pregunto a mi madre. Quizás ella sepa de alguna. De todos modos, la ciudad a la que vas no es agobiante, y se consiguen pisos espaciosos en alquiler, por mucho menos dinero que el que costaban los cuchitriles en los que hemos estado viviendo en Madrid ? “¿De qué me suena este hombre?”, se preguntaba Lidia.
Después de su reticencia inicial a entablar una conversación con él, ahora se mostraba más predispuesta al diálogo, como lo evidenciaban las respuestas más largas a sus preguntas. Él se dio cuenta, y también de su innegable atractivo, y aprovechó la ocasión para prolongar el diálogo interesándose por lo que hacía ella en Madrid y por cómo se sentía en la gran ciudad. Ya avanzada la conversación, él se ofreció para ver la posibilidad de que ella, dados sus conocimientos en idiomas y derecho, pudiera serle útil a la notaría en el servicio que ésta pudiera ofrecer a la importante colonia de extranjeros que residía en Isla. Se intercambiaron sus números de teléfono y quedaron en llamarse, para dar cumplimiento al ofrecimiento que ella le hizo de enseñarle la ciudad.
Al rato de despedirse en la sala de llegadas, después de recoger el equipaje, y darse sendos besos en las mejillas, Lidia no pudo dejar de ruborizarse al recordar con quién se le parecía el joven notario.
?¡Es él, y está a este lado del espejo! ?exclamó a viva voz sin importarle que la oyeran las personas que recogían el equipaje a su lado. Corriendo, tirando de su maleta, salió de la sala de llegadas buscando ansiosamente el cariñoso y dulce abrazo materno.
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