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Historias posibles: A este lado del mar
?Hacia allá, al otro lado del mar ?dijo la mujer, señalando con el dedo índice de la mano izquierda, mientras dirigía una sonrisa al hombre que estaba sentado junto a una mesa, en una esquina de la terraza, y que tenía su mirada fija en algún punto del horizonte?. Allí está?, allí está el mundo soñado, el deseo, la vuelta a comenzar? Allí está, pero, quizás, aquí también, solo que, a menudo, nos empeñamos en no verlo.
El hombre giró apenas la cabeza y se fijó por primera vez en la mujer que le hablaba. Estaba seguro de que se dirigía a él, porque en la terraza no había nadie más. Asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible y esbozó una sonrisa, no exenta de melancolía. Tomó la copa de caipiriña e hizo un gesto de brindis a la mujer; y ella correspondió con una amplia sonrisa.
Un fado de Dulce Ponte, que sonaba en el tocadiscos del local, ponía el contrapunto musical al canto de los sentimientos contenidos de las dos personas que compartían la terraza del Museo del Arroz, en la playa de Comporta.
?Hacia allá, en algún lugar, a veces se hacen realidad los sueños del viajero ?dijo el hombre, casi en un susurro y con gesto adusto?. Pero muchas veces, al otro lado del mar, lo que se busca es el destino de una huida desesperada.
El horizonte comienza a teñirse de tonalidades rojas, amarillas y naranjas y destellos de azules. Es la utopía del pintor. Poco a poco, a medida que la intensidad de los colores se va atenuando, el sol termina por desaparecer al otro lado del mar.
?Todos los días el sol se va hacia allí, al otro lado del mar ?dijo la mujer?. Es su forma de indicarnos dónde está el mundo de los colores.
?Sí, claro. Pero, si vamos hacía allí, el sol nos guiará más allá. En fin, que ese mundo de colores siempre será inalcanzable ?la voz del hombre ya no era un susurro. Parecía mostrar interés por mantener la conversación, y añadió?: Es como si nos dijera: sigue este camino, aunque nunca llegarás a la meta.
?¿No te parece que el nunca llegar es la esencia de la vida? La satisfacción está en las paradas, en los vericuetos del camino que tenemos que desbrozar.
?¿Eres filósofa?
Tras hacer un mohín de extrañeza, la mujer contesta:
?No, pero esta tarde me he encontrado con un vericueto del camino, y me he parado.
?Y? ¿dónde está ese vericueto?
?Sentado y melancólico en esa mesa.
?¿Yo?, ¿yo soy un vericueto?
?Tú eres el mío, y yo soy el tuyo.
?Entonces, lo razonable, según tu modo de entender la vida, es que haga una parada y disfrute del momento.
?Así es. Por lo pronto, cámbiate de mesa y ven a la mía. Desde aquí se ve mejor el mundo de colores.
Él se levantó con la copa de caipiriña y se sentó casi en paralelo a ella, de modo que podía seguir contemplando la despedida del sol.
?Como un niño que espera el cuento de las buenas noches, cada día espero yo, desde esta maravillosa playa, la despedida que nos brinda el sol. Luego, llega la mañana y nos saluda como un perro fiel y juguetón, y nos acaricia con rayos cálidos que invitan a tumbarse en la arena. Entonces, una cae en la cuenta de que aquí hay una parada para el disfrute.
?¡Parece que conoces muy bien este lugar! ¿Hace mucho tiempo que vives aquí? ?preguntó él, mientras la miraba y se percataba del color verde esmeralda de sus ojos. “Son profundos como el mar que nos separa del mundo de colores”, pensó.
?Hace diez años que vine. Me quedé fascinada por la playa y las puestas de sol y me paré, hasta hoy. Pero no renuncio a seguir el camino y pararme en otros lugares ?dijo categóricamente, mientras con su mano izquierda retiraba su melena hacia el hombro de ese lado, dejando ver un rostro bello, de tez morena, en el que se dibujaba una espléndida sonrisa?. Y preguntó:
?¿Y tú, qué?
?Hago turismo de última hora. Digamos que el lugar me elige a mí. Simplemente quiero olvidar por unos días el trabajo, dejar de ver las mismas caras y alejarme de una decisión equivocada.
Ella comprendió que la decisión equivocada, aunque dicha al final, era la razón principal de que estuviera allí y, seguramente, tenía mucho que ver con su apariencia melancólica. Posiblemente, mientras estaba solo sentado en su mesa, con la mirada perdida en el horizonte, su mente no podía dejar de pensar en la causa de esa decisión.
?¿Quieres acompañarme a cenar? Aquí preparan un arroz con tamboril exquisito.
?No tengo nada mejor que hacer. Tu compañía está siendo muy grata y creo que me hará reflexionar sobre el mundo de colores ?dijo, mientras giraba su cabeza y levantaba el brazo derecho indicándole al camarero, que estaba en la puerta que comunicaba el local con la terraza, que se aproximara.
?Tráiganos unos chanquetes, un arroz con tamboril y una botella de mi vino blanco preferido ?le indicó ella al camarero, que atentamente escuchaba sin apuntar.
Las sombras que presagiaban la noche se fueron haciendo cada vez más patentes. La resaca de las olas advertía de la cercanía del mar, y la brisa marina pronto se hizo sentir con su frescor. Las luces de las velas ondulaban dentro de los fanales que decoraban los centros de mesa. Como si de un acuerdo se tratara, los clientes comenzaron a ocupar las mesas del comedor y de la terraza.
?Creo que perseguir el mundo de colores, insistentemente, nos puede llevar al lugar de partida. Entonces, ¿qué hemos conseguido? ¿No se nos habrá ido la vida persiguiendo una quimera?
?La vida se nos va de cualquier forma. Pero detenerse o continuar es una decisión que debe tomarse por la presencia o ausencia del color que nos gusta. Mi favorito invade este lugar y, por eso, aquí estoy parada.
?¿Es el rojo? ?preguntó él, sin poder evitar el rubor que le causó el contenido prosaico de su pregunta.
Ella lo miró con un gesto no exento de coquetería y no le respondió. Tomó la botella de vino que el camarero dejó unos instantes antes en la cubitera y llenó las dos copas. Levantó la suya y la acercó hacia él, invitándolo a brindar. Él correspondió, diciéndole:
?Deseo que sigas sintiéndote a gusto en esta larga parada. Gracias por tu grata compañía.
?Que la decisión equivocada te lleve a encontrar tu color favorito ?fue el deseo que ella expresó esbozando una sensual sonrisa y mirándolo fijamente a los ojos.
El sabor de los chanquetes blancos, crocantes y transparentes, fue elogiado por ambos. Para el arroz, servido en un pequeño caldero, los calificativos sobre su exquisitez se sucedían con cada bocado. Luego pidieron dos gin-tonic.
Para entonces, las mesas de la terraza y del comedor interior estaban ocupadas por comensales. El fresco de la brisa marina se acrecentó, y las pashminas y chaquetas de verano comenzaron a cubrir las espaldas de los presentes.
Ella hizo una indicación al camarero, tras la cual este desapareció por la puerta. Al poco rato regresó con dos mantas estampadas, de similar tamaño a las usadas en los aviones. Ella rodó su silla hasta juntarla con la de él y le cedió uno de los cobertores, mientras ella se lo colocaba por delante, cubriéndose desde el cuello hasta las rodillas. Él la imitó. Después, de nuevo brindaron sin decir palabra. Ya casi no hablaban, pero compartían el calor de sus cuerpos y el juego de sus manos bajo las mantas.
?Marcelo, Marcelo Piñeira, de Castelo Branco ?le musitó al oído.
?Lucía, Lucía Bousa, de alguna parte ?y le dio un beso en la mejilla.
?Presiento que este es mi color favorito y abrigo la certeza de que en este vericueto, que está a este lado del mar, quiero parar ?le dijo Marcelo mientras, estirando su brazo izquierdo, la atraía y la besaba en la boca.
?Pagamos y nos vamos ?sugirieron casi al unísono.
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