Las mujeres de La Palma

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¿Quiénes y cómo son? Me preguntan. Se es de donde se nace o de donde se vive. Respondo. Me imagino que bajo esa pregunta se han querido buscar unas características que nos determinen. Y si hemos nacido aquí o vivimos en esta isla, de ella somos, porque serlo es también una elección. Una elección de vida y de costumbres. Una elección cultural y social que nos engloba dentro de un grupo en el que hay rasgos concretos que nos definen: la lentitud en la manera de hablar, la cadencia en el tono, la musicalidad en las prolongaciones de las palabras; la forma suave de expresarnos, la manera cariñosa de dirigirnos a los demás en gestos y expresiones que pueden llevar a los de otras comunidades a interpretarlo de forma equivocada. Son tópicos que marcan. En el año 1993 Joaquín Benito de Lucas narraba en El Día, de Santa Cruz de Tenerife, en el suplemento «Archipiélago literario» del 18 de diciembre, cómo en la presentación de mi libro en Madrid “El amor imperfecto” después de ganar el premio de poesía “Ciudad de Melilla”, le había confundido mi expresión “mi niño” al dirigirme a él haciéndole concebir la idea de lo conmovedora que era su presencia para mí hasta que se dio cuenta de que me dirigía de esa manera a todo el mundo.

Mi madre me contaba que en su juventud se tenía a las palmeras por mujeres algo casquivanas. En La Laguna así las calificaban. El origen de tal creencia, según don Francisco Acosta Felipe, historiador, investigador y amante incondicional de la isla y sus tradiciones, provenía de una triste historia que había dejado esa huella en el pensamiento popular. Una vez comenzado el alzamiento, quedó al mando de Canarias el General Ángel Dolla Lahoz. Éste, deseando dar un escarmiento a la sublevada isla de La Palma, decidió utilizar las hijas de los republicanos más recalcitrantes, según él, como prostitutas para oficiales en varios lugares de alterne de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas. Su infamia permaneció oculta en el recuerdo popular y en la vida estudiantil persistió la idea de que las hijas de esta isla eran unas putas. La huella de tal ignominia se perpetuó de forma despreciable durante casi medio siglo y esta historia jamás contada creó una suerte de estigma que planeó durante mucho tiempo sobre las estudiantes palmeras que llegaban a Tenerife.

Otra de las creencias populares era la fama que tenían las palmeras de querer “trincar” al primero que desembarcara en la isla. Un mito transmitido de generación en generación que obedece a la fama de su belleza y es una consecuencia más de esa dulzura en el habla que las caracterizaba y que hacía que muchos se enamoraran de ellas y se quedaran en la isla para siempre. Es cierto que el deje de los palmeros queda exacerbado en las mujeres por el timbre de la voz, pero no existe ningún rasgo de afectación en esa forma de hablar. El oyente puede quedar enamorado al escuchar su deje cantarín, pero nada hay que presuponga la más leve insinuación. Es, sencillamente, una manera fónica de producirse las palabras.

Desde tiempo inmemorial se las ha tachado de chismosas y alegadoras. “En lengua palmera te veas” se dice para explicar esa costumbre de contar peripecias de amigos y vecinos, calificarlas y mencionarlas en los corredores para regocijo de muchos y para alegría de los que gustan de pregonar desgracias o intimidades. El gran humanista palmero Luis Cobiella argumentaba sobre el tema diciendo que es cierto que el infierno existe. “Existe, decía, pero aquí en la tierra”. Y luego explicaba que él lo había conocido y que no era otra cosa que esas viejas chismosas que gustan de juzgar a los demás y hablar de las vidas de los otros poniendo etiquetas a su manera de comportarse. Durante mucho tiempo di vueltas a esas palabras y estudios posteriores me llevaron a considerar algunos de esos comportamientos sociales como rasgos relacionados con la arquitectura popular de la isla. Las ventanas de asiento con las celosías que cierran puertas y ventanas de las casas propician el mirar sin ser vistos; el sentarse a contemplar el paso de los demás sin que nadie repare en la presencia del que observa. Mirar la vida de los demás ocultos detrás de esas mirillas de madera entrelazada son un observatorio privilegiado. La calle se convierte en un laboratorio donde hombres y mujeres, desde sus ventanas de asiento, distraen las horas con las horas de los otros.

Frente a esa fama de frívolas, coquetas y alegadoras, yo defiendo unas características que las han hecho imagen y modelo de lo que significa ser mujer en La Palma. Hablo, por ejemplo, de ese trabajo silencioso y duro en determinadas zonas rurales en las que durante generaciones la mujer palmera no sólo se ocupaba del hogar y de atender a los hijos, sino que, además, trabajaba en las faenas del campo y en el cuidado de los animales. Hablo de su fortaleza en los abandonos, su decisión en la lucha del día a día para sacar adelante a sus hijos; su independencia al enfrentarse a la sociedad, y, quizá por eso, la fama contraída y mantenida por los medios transmisores de mujeres transgresoras y dominantes. Entre esos elementos transmisores están los hombres que en un momento dado tuvieron que luchar para recobrar los feudos que llevaban medio siglo en manos de mujeres que se partieron el pecho para sacar adelante la casa mientras ellos se iban a buscar la vida a otros países. Muchos regresaron y exigieron su derecho a ser los amos de todo lo que ellas habían sabido mantener en pie. Algunos volvieron, ya viejos y enfermos, dispuestos a que los cuidaran aquellas que previamente habían sido abandonadas y dejadas atrás en el olvido. Algunos no volvieron nunca. Abandonaron la familia, crearon otra nueva allá donde fueron y dejaron en la miseria a la que quedaba en la isla obligándola a hacerse cargo de las tierras, el ganado, y los hijos. Así se escribe la historia muchas veces: si eres libre e independiente, eres extravagante; si te sometes al padre de familia, eres dócil y falta de criterio; si abandonas, ofendes, si levantas la voz, cansas.

Por eso hablo de valor y fortaleza, hablo con orgullo de esas mujeres que poblaban la isla en la antigüedad y en los múltiples oficios que ejercían como era el de embalsamar a los muertos; preparar las pieles para hacerse vestidos, construir casas, cuidar el ganado y los niños. Mujeres amazonas, mujeres guerreras y valientes que llegaban a poseer poder políti­co. Las crónicas cuentan que a la hermana de Zuguiro y Garehagua, apresada en el término de Tigalate (Mazo) por los herreños, tuvieron que apuñalarle los pechos y darle muerte para defen­derse de su bravura y otro tanto pasó con Guayanfanta, en Aridane, mujer hermosa, de cuerpo gigantesco y de gran bravura, que se enfrentó con los cristianos herreños cuando trataban de acosarla, derribando a uno que la perseguía y tomándole bajo el brazo estuvo dispuesta a arrojarse con él al precipicio, pero los otros herreños lo impidieron rompién­dole ambas piernas. En una captura de palmeros llevada a cabo por portugueses, se apresó a una mujer que era de talla extraordinaria para una mujer y de la cual se decía que era la reina de una parte de esta isla. Las mujeres iban por delante de lo hombres en los combates y peleaban virilmente, con piedras y varas largas.

Ellas no son las únicas. Los anales de la isla están repletos de pequeñas y de grandes historias con las mujeres como protagonistas. Muchas de ellas han marcado mi vida y mi forma de ser. Y si soy palmera es por esas características que las definieron a ellas y me definen ahora a mí. Mujeres independientes, mujeres trabajadoras incansables y sin desaliento. Historias heroicas contadas en libros; historias legendarias; historias anónimas la mayoría, pero que, una vez conocidas, te dejan la huella bien marcada y te permiten repetir con orgullo allá donde fueres “Sí. Yo soy de La Palma”.

Elsa López

8 de marzo de 2021

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