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La neblina de lo cotidiano

Nacho Rubio

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Habrían pasado dos semanas desde que las autoridades nos obligaron al confinamiento en casa, cuando una mañana la bahía amaneció llena de delfines ejecutando piruetas en unas aguas más cristalinas que de costumbre. Aunque la mayoría de nosotros los habíamos visto alguna vez más allá del espigón, ni siquiera los ancianos recordaban una proximidad tan osada, así que nos lanzamos al balcón excitados para inmortalizar con nuestros teléfonos móviles ese momento único.

Los delfines volvieron al día siguiente, y también al otro, cada vez más numerosos, cada vez más cantarines. Como su visita se volvió algo habitual, además del aplauso al personal sanitario de por la tarde, se generó una nueva reunión espontánea al mediodía, y la gente salía a sus terrazas y azoteas con una taza de café en la mano, y nos saludábamos unos a otros, y saludábamos al banco de delfines quienes, por el contrario, parecían celebrar nuestro enclaustramiento forzado con alegres saltos y acrobacias. Pero no solo los delfines tomaron la bahía. También se observaba con ayuda de prismáticos un sin fin de mantas raya, tortugas de caparazón centenario e incluso tiburones de varias especies. De otras partes del país nos llegaban, además, imágenes de jabalís y corzos vagando por las calles desiertas de los pueblos. Hubo quien avistó incluso osos pardos y gatos monteses rondando sus fincas.

Al mes del confinamiento divisamos los primeros géiseres junto al espigón, y el aire se llenó de sonidos misteriosos de cetáceo. Ahora ya nadie prestaba atención al show de los delfines en la bahía, sino que filmábamos a las ballenas sin perder detalle, presos de la emoción de aquel acontecimiento irrepetible.

Pero las ballenas también regresaron los días siguientes, y como la pandemia no remitía, con el paso de las semanas y meses de reclusión nos empezaron a parecer monótonos sus géiseres, por no hablar de los repetitivos vídeos de osos pirenaicos junto a la Sagrada Familia, o de confiados linces campando sobre el asfalto cada vez más agrietado de la Gran Vía madrileña.

Y fue una verdadera lástima que la neblina de lo cotidiano nos anestesiara el poder de sorprendernos, porque igual que nos cansamos de delfines y ballenas, cuando se rompió la sorpresa inicial de las hermosas jóvenes aupadas sobre las rocas del espigón, con sus colas de pez musculosas y sus pechos cubiertos de algas, los vecinos comenzaron a quejarse de la estridencia de sus cánticos, los cuales, al parecer, les impedían conciliar el sueño a la hora de la siesta. 

Ignacio Rubio (01-04-2020)

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