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El tiempo de los mediocres

Elsa López

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Es el momento. Ellos lo saben y preparan sus armas, aquellas propias de los aprovechados, y carroñeros. Es la oportunidad para quienes acostumbran a sacar beneficio de los malos momentos, de las tragedias y derrumbamientos de los otros. Los hay de distinta índole y categoría. Por ejemplo, el de alta categoría sería aquel que espera que se derrumben las bolsas para comprar muy bajo y luego, cuando vuelva la normalidad, vender al precio más alto o enriquecerse, simplemente. Están los que bajan los sueldos a sus empleados con la excusa de que no hay ventas y el mercado está mal; no hay demanda de productos y, por lo tanto, o se van a la calle los trabajadores de la empresa o se quedan y los sueldos se reducen en un 40% o más. Eso cuando no deciden, aprovechando la relajación del confinamiento, para obligar a sus trabajadores a seguir fabricando, aunque sea un riesgo para todos. En esta categoría hay muchos ejemplos. Luego vienen los pequeños empresarios que no pueden con la carga y saben que se aproxima la ruina y no dudan en cerrar y quedarse al menos con lo que tienen de su última producción para venderla luego a un precio más alto “cuando esto pase”. Y así vamos sabiendo de truhanes y golfos de guante blanco a quienes les da lo mismo que haya cien mil parados más o cien millones de hambrientos nuevos. Ellos a Panamá o a Suiza a revisar en sus bancos lo que ya tenían y vieron peligrar.

En categorías inferiores tenemos a los mediocres. Los que están y no están; los que pueden y no pueden. Son aquellos que no valen para casi nada y viven a costa de la inocencia de los demás. Estos aprovechan las crisis para hacer su agosto. Unos venden sus lágrimas encima de un paquete de proyectos inservibles. Son tantas las lágrimas que el que tiene el poder de disponer del dinero cae en sus redes. Son los llorones de siempre. En la cultura tenemos muchos ejemplos dignos de mención: el que se arrastra por una exposición o un concierto o un recital y acaba obteniendo algo a fuerza de penas y dramas personales; están los conseguidores natos, esos que tienen siempre un proyecto a mano; que tienen buena imagen y un currículum aparente, medio real, medio inventado, medio adquirido a base del sudor de otros. De esta clase hay miles, algunos de renombre alcanzado a base de pasillos, entrevistas, reverencias a concejales, alcaldes y demás ministros, y, sobre todo, poseen una paciencia y una constancia admirables. No paran de dar la tabarra hasta que consiguen les den una plaza, un cruce de caminos o una carretera secundaria para levantar un monumento a cualquier cosa.

En estos momentos, un ejército de mediocres avanza hacia las casas del pueblo con un nuevo proyecto social, un poema, una escultura o un paisaje por hacer, para proponer al consistorio y al senado las maravillas que son capaces de organizar, cantar, pintar, esculpir o editar. La cultura, desgraciada hija del imperio, se refugia en sus aposentos con las pocas riquezas que aún le quedan, temerosa de este enjambre de abejas estériles que ya no tienen jardín donde libar sus mieles y acuden en tropel a pedir y a suplicar las migajas de los presupuestos. Es el momento ideal para construirse a sí mismo y luego venderse a partir de una mentira cualquiera, hacer correr la voz sobre su valía, declararlo en algún medio y afirmarlo entre aquellos que en su ignorancia lo creen y en su ignorancia lo cuentan a unos y a otros y así hacen crecer la bola hasta llegar a un punto en el que no se sabe de dónde proviene la información y todos acaban por pensar que ese rumor obedece a algo real. Un desatino, pero funciona. Lo he visto y no una sino muchas veces. La historia está llena.

Esas mentiras han cabalgado sobre nuestros hombros desde hace siglos y esos espléndidos embusteros ocupan bibliotecas, museos con sus retratos y capítulos enteros de enciclopedias. Así funcionan los grandes trepadores del comercio, el arte y la literatura. Los conozco. Nacen y crecen a nuestro lado construyendo una mentira que se acaba convirtiendo en verdad y tanta llega a ser la conversión que incluso ellos quedan convencidos de su autenticidad. Y comienza la confusión. En literatura el experto escalador comienza a escribir libros como un loco. Y los vende. Y sigue escribiendo y alardea de ello. Y se monta y cabalga sobre montañas de manuscritos robados, plagiados, imitados y fagocitados de miles de pobres fantasmas que no tienen ni un nombre que llevarse a la boca. Y publica como suyo lo que han creado otros y se pasea con sus libros y su nombre impreso en cursiva, incluso organiza viajes de sí mismo, pagados por sí mismo o por los admiradores de sí mismo imaginándose portador de versos eternos. Y uno abre la boca y se queda perplejo ante semejante dislate. Así en el arte. Así en la música, Así en la memoria de los pueblos. Miles de mediocres ocupando altares, galerías, diccionarios y casas de cultura. Así la muerte en silencio de grandes filósofos, escritoras anónimas, músicos excelentes. Así la vida de tantos artistas y pensadores cuyos nombres no conoceremos jamás. Los mediocres suelen ganar casi siempre. 

Elsa López

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