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El parlamento de Cisleitania (o como todo puede ir peor)

24 de febrero de 2023 10:30 h

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La historia cuando pasa por momentos de aceleración arranca páginas, que con el paso de los años acabamos olvidando que fueron escritas y no las encontramos entre los nombres que forman parte de nuestra memoria colectiva.

Una de estas realidades históricas, devorada por el ritmo frenético de las primeras décadas del siglo XX, fue Cisleitania, y aunque a la mayoría no nos suene el nombre, existió en pleno centro de Europa.

Cisleitania era la parte austríaca del imperio austrohúngaro. La monarquía dual creada en 1867, regida por el emperador Francisco José, cuya esposa nos sonará un poco más, Isabel de Baviera (Sissi emperatriz).

El imperio austrohúngaro tenía dos parlamentos, el húngaro y el de Cisleitania (tierras a este lado del río Leita). Cisleitania incluía múltiples nacionalidades y territorios; ahí estaban englobados austriacos, checos, polacos, rutenos, eslovenos, italianos del norte, etc.

La muy culta, elegante, aristocrática y bulliciosa Viena era su capital y acogía la sede del parlamento de Cisleitania, en un majestuoso y elegante edificio neoclásico.

El parlamento de Cisleitania llegó a ser el más numeroso de Europa con más de 500 parlamentarios.

Sus sesiones parlamentarias discurrían dentro del más absoluto caos que nos podamos imaginar El parlamento acogía toda la multiplicidad de etnias y nacionalidades, que abarcaba el imperio austriaco. Por no acordar, ni siquiera fueron capaces de aprobar un reglamento lingüístico para poder entenderse los unos con los otros; sin traductores, y cada uno hablando en su idioma, cada orador sólo era entendido por los suyos. Tampoco importaba mucho, pues las intervenciones se usaban frecuentemente para impedir o retrasar la aprobación de leyes, en lo que los checos se convirtieron en unos expertos, usando el filibusterismo parlamentario, extendiendo los discursos por tiempo interminable para evitar que se llegara a votar las leyes.

Qué importaba entonces lo que se decía. En este entorno, algunos parlamentarios en vez de hacer discursos coherentes usaban sus intervenciones para recitar poemas o canciones tradicionales de su tierra durante horas, entre el jolgorio de los suyos y el estupor y enfado de los otros parlamentarios.

No es de extrañar que muchas de las sesiones acababan entre insultos y peleas.

La bufonada parlamentaría llegó a tal extremo que la prensa de la época recomendaba asistir a sus sesiones en vez de acudir al teatro, porque, como remarcaba, estas eran gratuitas. Los vieneses, entonces, se acostumbraron a llenar la galería de invitados del parlamento y acudían en masa como de una comedia más de la oferta teatral vienesa.

El parlamento de Cisleitania cerró sus puertas definitivamente en 1918 con la derrota del imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial.

Pero la historia suele cobrarse factura de los errores cometidos y estos acaban arrastrando graves consecuencias, máxime cuando estos denigran a instituciones básicas en el desarrollo democrático de los pueblos.

Siempre hubo, hay y habrá fanáticos exaltados que intentarán aprovecharse de cualquier fisura, en el buen funcionamiento de las instituciones.

Allí, en la galería de invitados del parlamento, como asiduo visitante, tomando buena nota de la charlotada parlamentaria, solía encontrarse uno de los personajes más funestos en la historia mundial, Adolf Hitler.

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