¿Si no tiene cita previa, qué diablos hace aquí?
Vuelva usted mañana, escribió Larra para sintetizar la pereza de nuestros funcionarios. Pero, ¿cómo se le ocurre venir a comer o cómo nos pide que le midamos la presión arterial o cómo quiere que le atendamos en esta ventanilla o cómo quiere que le informemos de las operaciones bancarias si sabe que lo tiene que hacer on line o cómo quiere que le mandemos las notificaciones si no tiene guasap o cómo quiere que le demos información si no ha solicitado cita previa? Y puede suceder que tengas que acudir al mostrador donde antes te atendían, y allí te mandan a una página web que casi siempre da error o a un teléfono que nadie contesta o te dicen que actualices la aplicación del banco, y da igual que seas cliente de la entidad desde hace cincuenta años. El covid ha creado la excusa perfecta para que los periódicos ya no se vean en los bares a la hora del desayuno, y para que los diarios de Gran Canaria no lleguen a Tenerife, y viceversa. El covid y el problema de los aforos, cuando presentar un libro se convierte en un acto clandestino pues de los 21 asistentes que estaban autorizados al final se presentan 13. Tiempos heroicos para la cultura, tiempo de mentiras.
Con este proceso de robotización salen ganando algunos, y perdiendo el 95 por ciento restante. El trabajo telemático afecta a muchos, pues hay un proceso de eliminación de una parte de la población, a la que se condena a la marginación financiera, digital y humana en base a una modernidad tecnológica que excluye a los mayores. Un proceso deplorable cuando la población tiende al envejecimiento de modo acelerado. Tanto las empresas privadas como las administraciones públicas obligan a tener ordenador y teléfono móvil, después de tantos años luchando por la universalización de los derechos y contra la exclusión social pasa esto. Hay personas que tienen dificultades para acceder a una renta de inserción o al ingreso mínimo vital por no tener una cuenta corriente o un móvil. Les resulta complicado acceder a los viajes por los protocolos digitalizados a los que se les obliga. Hay quienes tuvieron que cancelar un vuelo por covid y llevan tiempo peleándose con los robots de atención al ciudadano de la compañía aérea sin haber conseguido que le devuelvan el dinero.
Padecemos la fatiga pandémica, esa mezcla de miedo, inseguridad y hartazgo que sentimos ante una crisis sanitaria que se alarga en el tiempo y a la que no se le ve fin, pues cuando una variante del virus se debilita aparece otra. Se violan derechos básicos y se introduce el lenguaje militar: el toque de queda, como si estuviéramos en una guerra declarada. Y ese cansancio no solo provoca depresión, ansiedad o hastío, sino que también genera una tendencia a desconfiar de los mensajes que llegan y a rebelarse contra ellos. Parece insólito que puedan cruzarse tantos vaticinios negativos, pero es lo que hay. Ni siquiera en las películas más catastrofistas se podía adivinar este panorama que parecería de ciencia ficción.
Sabemos que ha sido muy costoso fabricar vacunas en tan poco tiempo, por suerte están haciendo su papel y salvando millones de vidas. Pero la industria del miedo es poderosa: se investiga sobre nuevos fármacos y se produce masivamente gel para lavarse las manos, mascarillas, batas quirúrgicas, guantes, respiradores, PCRs y pruebas de antígenos, equipos de protección, máscaras con filtro de partículas, equipos para UCIs, drenajes, adaptadores para toma de oxígeno, pantallas faciales, etc. Se ha invertido mucho, pero las farmacéuticas cotizan en bolsa y las ganancias serán magníficas. En fin: ojalá acabe pronto esta pesadilla.
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