Toda la energía democrática frente a la involución
No sé si lo aprendí leyendo a Mao (Quiénes son los amigos del Pueblo), en mis tiempos de estudiante, pero siempre he estado convencido de que la decisión estratégica más importante consiste en no equivocarte al trazar la línea roja que separa tus adversarios de tus posibles aliados.
Y esa línea hay que dibujarla en cada etapa de la historia de un país. No es por lo tanto un trazado que responda meramente a simples cambios coyunturales, ni para sustentar meras maniobras tácticas.
Estamos ante un escenario estatal y global definido por el retroceso de la democracia y por la voluntad de los grandes capitales de volver a convertir el Estado y “al poder público en pura y simplemente un consejo que gobierna los intereses colectivos de la clase burguesa”, como decían Marx y Engels en El Manifiesto Comunista. A las grandes élites económicas les está sobrando ya la democracia y no digamos cualquier atisbo de Estado Social.
Frente a este amenazante escenario no podemos manejarnos con la inercia y las batallas dialécticas, por relevantes que sean, que son propias de los tiempos de normalidad democrática.
La democracia es un ideal, como lo son las libertades públicas y los derechos sociales y políticos. Un ideal civilizatorio que ni se atisbaba cuando se redactó El Manifiesto Comunista, pues las elecciones -donde las había- se regían por el sufragio censitario: votaban sólo los mayores rentistas y, andando el tiempo, los individuos con estudios superiores (sufragio capacitario). En España, no llegaban los electores ni al 3% de la población. El sufragio universal, y no digamos el sufragio femenino, no estaba ni en el orden del día.
Un ideal, la democracia, que requiere para su viabilidad unas condiciones previas de desarrollo social y cultural. Y es incompatible, como lo demuestra la Historia de España, con la existencia de grandes desigualdades sociales. Se trata de un sistema de convivencia y de gobierno que no ha estado vigente, hasta ahora, sino en un reducido grupo de países (del Primer Mundo, para decirlo suavemente) y durante períodos de tiempo extremadamente breves, si lo miramos con perspectiva histórica.
La razón de ser y la finalidad que justifican la democracia consiste en que el poder de las instituciones políticas actúe en función del interés público y de los derechos de la mayoría de la sociedad. El reto es formidable. Los avances en ese terreno, como en el de los derechos humanos nunca serán definitivos.Y los retrocesos, como el que ya se está produciendo, catastróficos.
Culminado el primer cuarto del siglo XX, la ofensiva antidemocrática de los grandes poderes económicos de este mundo global es brutal. Y en España, no digamos.
Por eso es indispensable e inaplazable la suma de todas las energías dispuestas a defender la democracia, el Estado Social y, en España, el modelo de convivencia y de organización territorial que llamamos Estado de las Autonomías.
El cómo admite muchas fórmulas y no tienen por qué articularse de la misma manera según en qué territorios.
Tengo dos certezas.
La de quiénes deben quedar fuera del campo de las alianzas por la democracia: Vox y este PP aznarizado, ayusizado y cada vez más a rastras del neofranquismo. A extramuros, por tanto, de la línea que demarca el campo de la defensa de la democracia en nuestro país. Certeza negativa.
Y la de hasta dónde debe abarcar el campo de las fuerzas de la democracia: al resto de las fuerzas políticas. Eso implica - y lo digo convencidamente- que Coalición Canaria y su entorno deben ser invitados a un gran pacto en defensa de la Democracia y la Constitución Española.
Sé perfectamente qué es y hasta dónde llega Coalición Canaria. Y, especialmente, cómo surgió y a qué intereses representa desde sus orígenes la Agrupación Tinerfeña de Independientes (ATI). Y cómo desde sus inicios heredaron toda la cultura y los resabios del viejo caciquismo. Eso sí, tras las pinturas de camuflaje de un nacionalismo pintoresco.
Y tengo una opinión formada por más de 30 años desempeñando tareas de oposición frente a esa muralla de poder económico e institucional que ha hegemonizado la vida de Canarias y de Tenerife, articulada casi siempre por medio de pactos entre CC y PP. En vivo en directo han tomado decisiones importantes en ordenación y gestión del territorio y de los recursos naturales, en materia de conciertos sanitarios -privatización sanitaria, para entendernos-, regulación del comercio y grandes superficies, régimen de distribución a los agricultores de las ayudas europeas a la producción platanera, planeamiento de grandes infraestructuras, grandes contratos de obras y servicios públicos…
Y esa opinión la mantengo íntegramente.
Pero no puedo confundir lo que han sido y son sus dirigentes principales, ni quiénes se han beneficiado de importantes decisiones políticas que han ido tomando a lo largo del tiempo, con el gran número de sus militantes y votantes que se sienten sinceramente comprometidos con la democracia y con el autogobierno del Archipiélago.
Les he visto apoyarse en los votos de Vox para desplazar a alcaldes y alcaldesas socialistas allí donde “los tranquen”, sin argumentos o con argumentos que son simplemente puros insultos a la inteligencia. Pues aún así, CC debe ser incluida en el bando de defensa de la democracia.
No sé cuáles deben ser las fórmulas en las que se articule ese acuerdo, ni si en algunos ámbitos territoriales debe llegar incluso a traducirse en candidaturas conjuntas. Pero sí tengo claro que debe ser un acuerdo político con compromisos explícitos ante la ciudadanía. Y que, a la hora de concretar las fórmulas para aplicarlo -que es responsabilidad de los dirigentes de todos los partidos- no debe perderse nunca de vista cuál es el panorama y las tendencias electorales de las diferentes circunscripciones y cómo la legislación electoral, incluidos el número de escaños en juego en cada una de ellas y la incidencia que previsiblemente pueda tener la fórmula D´Hont en la asignación de esos escaños, para optimizar el éxito del Acuerdo Por la Democracia.
No viví ni la Guerra Civil ni la posguerra y la política de exterminio que practicó el régimen de aquel general al que la jerarquía eclesiástica rendía honores, casi veneración, permitiéndole entrar bajo palio en las iglesias.
Pero sí viví los estertores de aquél régimen siniestro y mediocre. Y los viví intensamente comprometido (según los informes y las pesquisas la Brigada Político Social) con el antifranquismo y con ideas democráticas y radicales de izquierdas. Y por eso sé qué intereses representaba, por mucho que los revistieran de retórica patriótica y (pseudo) religiosa. Pasa siempre con el nacionalismo conservador.
Y ahora pretenden el retorno de todo eso, como cada vez más obscenamente exhibe la ultraderecha política y sus espónsores económicos, que han venido mostrando sus cartas desde hace tiempo: oponiéndose a cualquier medida de fortalecimiento democrático, como la derogación de la ley mordaza de M. Rajoy; a la recuperación de derechos laborales (pisoteados por ¡decreto ley! del mismo misterioso M.Rajoy); a las medidas de actualización de salario mínimo y pensiones; a todas las políticas de igualdad de género…
Eso por un lado. Y por otro, debilitando la sanidad y la enseñanza públicas en beneficio directo de los correspondientes lobbys empresariales. Controlando implacablemente, allí donde han podido hacerlo, los medios de comunicación de titularidad pública, cuya objetividad y pluralismo informativos son la última garantía para la formación de una opinión pública libre -sin la cual la democracia se convierte en una cáscara hueca, a tenor de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional-, en un mundo donde los medios de comunicación privados están puestos por sus dueños a disposición de sus agentes políticos, PP y Vox en nuestro caso.
Estas décadas de democracia, con sus luces y sombras, han supuesto innegables progresos en la igualdad de las personas; han despertado las mejores, más solidarias y más creativas potencialidades de la sociedad española en todos los terrenos, desde la economía hasta la investigación científica, la educación y la protección del derecho a la salud, la producción artística y la competitividad internacional en el campo de los deportes.
Pero el peligro de involución es inminente. Sus promotores están a la vista y su programa, explícito.
Pues por todo ese panorama que me horroriza y que amenaza el futuro de España y a sus futuras generaciones, un gran acuerdo en defensa de la democracia es necesario e inaplazable.
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