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Llegas tarde a tu próximo verano

Playa de La Tejita, en la costa de Granadilla de Abona / Foto de La Tejita en Facebook

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Unos kilómetros más adelante de pasar el cruce de Chimiche y Las Maretas por la TF-1, asoma el pico rojizo. Mi verano comenzaba en ese punto, cuando desde la furgoneta cargada con todos los atarecos divisaba desde mi asiento Montaña Roja: ya estábamos llegando a El Médano. Se me hacía largo el trayecto desde La Orotava por esa autopista que aún es magnética en su aridez. Del norte al sur todos los meses de julio hasta los 17 o 18 años. Ahora lo recorro en lo que me dura un disco de Nick Cave y un cuarto de uno de Johnny Cash. Era la trashumancia de toda mi familia al paraíso, donde iba descalzo gran parte del día. No era la otra punta del mundo; no me importaba. El Médano era el verano perfecto, el sitio perfecto.

Tuve la fortuna de que mi familia veranease allí todo el mes de julio, incluso antes de yo nacer. A mi padre, un amigo sueco, un tipo nórdico enorme, le prestaba una vieja Volkswagen tipo pick up de los 70 que entre todos ayudábamos a cargar para pasar ese mes estival en el mismo apartamento frente al mar. No era nuestro, pero siempre alquilábamos el mismo: un primero con un balcón enorme frente a una calle que desembocaba en el paseo marítimo, desde el que veía a todas horas Playa Grande (así se conoce entre los residentes, chasneros y habituales, a la playa Leocadio Machado –creo que no conocí su nombre oficial hasta que era ya un adolescente o un joven adulto, no recuerdo-). Playa Grande. Mi padre cogía todo un mes de vacaciones de su trabajo y allí pasábamos todo el mes de julio. Había familia materna (mi abuela era de Granadilla), conocidos ya de toda la vida, amigos de verano y otros que se hacían y cuya amistad duraba ese mes y no volvería a ver la vida. Nunca nos fuimos de viaje a otra isla siquiera, menos salir del archipiélago. Algún año recuerdo que fui con mi padre y una de mis hermanas a La Gomera en el ferry. Un saltito a la isla que quedaba cerca; ir y volver el mismo día. De vuelta a El Médano. No quería otra cosa, era el verano perfecto, las vacaciones perfectas. No hacer nada, vagabundear semidesnudo con los colegas sureños por las futuras obras que iban remodelando ese trozo desértico y ventoso; ir a la playa desde temprano, coger la bici, subir a Montaña Roja, caminar por sus faldas, fantasear lúbricos agazapados entre las aulagas -espinosas como el deseo- a las nudistas de La Tejita. Y más adelante leer y leer, el despertar sexual, ir más lejos con la bicicleta. Embobarme con los windsurfistas y sus acrobacias en el aire (siempre soñé con querer aprender a hacer windsurfing, el único deseo junto a los cuerpos desnudos y bronceados de las nudistas que me quitaban el sueño). De resto, no necesitaba nada más.

Visto ahora, cuando poder irme de vacaciones unos días precisa de un ejercicio contable y de gestión financiera, era un afortunado. No todo el mundo podía permitirse irse un mes entero de vacaciones, aunque solo fuera irse al sur de la isla. En 2023 más del 30% de la población del estado español no podía permitirse irse ni una semana de vacaciones al año, según los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida del INE. “Pobreza vacacional” lo llaman. No entiendo a veces la necesidad casi obscena de adjetivar la pobreza, desmembrarla, catalogarla, dividirla en habitaciones separadas, cuando ya declarar a una parte de la población pobre es un fracaso como sociedad. En el año 2024, esos datos suben unas décimas, en nuestras Islas el porcentaje de personas que no podían permitirse una semana de vacaciones era y es mucho mayor: en 2023 un 42,2% en 2024 subió hasta el 45’2. No es nada extraño, asumiendo que estamos con tasas de pobreza en estos roques atlánticos, destino de vacaciones para los que sueñan con el verano de su vida, por encima de la media estatal. Si estás en los umbrales designados para catalogarte como pobre o con carencias materiales, lo eres frente a lista de la compra bien calculada, el restaurante al que dejas de ir o el alquiler que no puedes afrontar. Irse de vacaciones no es un lujo, no debe de catalogarse como gasto superfluo. De hecho es un indicador de carencia material: yo lo pondría como derecho fundamental. Democratizar la desconexión, el ocio, así te vayas a El Médano, a Benidorm o al pueblo donde se criaron tus padres.

Y esa carencia, menos importante que no poder pagar tu hipoteca o alquiler o dudar frente el lineal del híper si coger ese producto porque puede descalabrar el presupuesto doméstico, carencia y derecho de todo ser humano se convierte ahora en presión social por la búsqueda del verano perfecto. Ya no solo estás frustrado por no poder ir a Florencia y deleitarte y emocionarte frente a Santa María del Fiore (hay obras de arte capaces de remover el deseo en las tripas casi más que aquellas nudistas de La Tejita vistas con ojos de preadolescente), sino que estás angustiado porque el verano, tus vacaciones, deben ser como las de ese decorado social que son las vidas de los reel y fotos de las redes sociales de tus conocidos en Tailandia, Indonesia o cualquier otro país en vías de desarrollo con lugares “que no te puedes perder”. Es curioso esto, si viajas a Segovia a ver el acueducto y comerte un cochinillo asado (algo que tengo pendiente) no estás viajando; para ser viajero tienes que irte a donde son más pobres que tú, o no son europeos. Tienes que conocer la miseria de los demás porque son gente encantadora y en dos semanas te vas a sumergir en su cultura y estilo de vida. Creo que un tailandés o un tanzano se reirían más que yo en tu cara de ingenuo blanco europeo si les explicas este argumento que me espetan a veces mis congéneres de la OCDE. Pero como ellos viven de esa experiencia -ser buen anfitrión del turista…- que disfraza el imaginario del poscolonialismo no serían tan cínicos como yo para decirle que son una estúpida o un estúpido.

A esa sensación de angustia o desazón le han puesto un nombre (como a todo, seguro que algún psicólogo despistado): FOMO (Fear of Missing Out) literalmente miedo a perderte algo. Este miedo, provocado por la exposición obsesiva de un simulacro de vida incesante de actividades y escapadas a los desiertos de Mongolia, está causando daños emocionales en muchas personas; la comparación junto a la industria de explotar el deseo de consumo y sentir que si no te sumerges en las aguas del Pacífico a bucear acariciando un tiburón ballena tu vida está incompleta y es mediocre. Mis fotos de Facebook de páginas de libros con fragmentos subrayados o mis escapadas a algún rinconcito natural de Tenerife no creo que despierten FOMO en nadie. El otro día hacía tan bueno, que estiré una toalla en la terraza a coger sol y para refrescarme del calor me daba baños con la manguera con la que riego las plantas. Aproveché para terminar de leer el tercer libro de la saga de Dune. Posteé una foto del momento, porque ninguno o muy pocos, somos tan inteligentes para guardarnos esos espacios de intimidad. Añadía una frasecita en la que terminaba diciendo “Me sobra Tailandia”. Obviamente con mi afán provocador de siempre. Esa tarde fue un momento de fruición y bienestar. Me imagino que estar leyendo en una playa de la costa tailandesa, o simplemente tomar el sol en ella y bañarse en las aguas del Pacífico podría haber aumentado la sensación de “esto es la hostia” que estar sobre las baldosas de una terraza asoleándose y sentir el frescor del agua que mana de una manguera. Pero estaba feliz.

Leí el otro día un libro de Milena Busquets que terminaba diciendo que el baño perfecto no existe. Se refería a sus baños estivales matutinos en Cadaqués, y que ese año, en el que escribió el libro Ensayo general, no lo había conseguido. Y no pasa nada. Hay años, veranos, vacaciones que no nos ocurre nada (en realidad nos ocurre el todo: la vida). Pero “no son años perdidos, la vida tiene una manera particular de derramarse y despilfarrarse cuando somos felices y de recogerse y esperar en la adversidad” reflexiona la escritora catalana. Pero ahora, sometidos a esa presión del verano perfecto, del viaje perfecto, de la actividad perfecta (¿perfecta por imperativo social? ¿Perfecta para subirla a Instagram? ¿Para contarla?) nunca llega ese baño, ese viaje. La vida no nos parece suficiente, porque en realidad, cualquier momento es un acto de consumo predispuesto a exhibirse. Y mientras, te pierdes ese momento en el que tu lengua siente el frío sabroso de un helado de menta frente al muelle del pueblo, o recuerdas lo que sentiste al lamer el calor húmedo de aquella piel que ahora añoras en la calita a escasos kilómetros en coche de tu casa. El año que tengas un sueldo digno, que el derecho a la vivienda sea efectivo, tal vez puedas permitirte surfear en Bali, y mientras tu baño perfecto no existe, tu verano perfecto no existe, pero el deseo se aviva en ti y esperas, porque la espera es una extenuación hacia lo inasible y la renuncia. El deseo, la espera, el consumo, la experiencia: el verano perfecto diseñado por este neoliberalismo que exacerba el placer como una mercancía.

Pero sigue perdiendo estos días de estío, ya estamos en agosto, y llegas ya tarde a tu próximo verano. Yo, mientras sueño con volver de vez en cuando a El Médano, pisar la arena grisácea de Playa Grande y sumergirme en el Atlántico y al emerger de nuevo a la superficie volver a emocionarme observando el Bocinegro y Montaña Roja. Como antaño, como siempre. Seguiré sin poder practicar windsurfing, pero en ese momento exacto, y aunque no sea el año de baño perfecto, esperaré no llegar tarde a mi verano, porque simplemente o ya pasó o no lo necesito.

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