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Perdonen, es que me acuerdo de Berlanga

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Siempre que leo expresiones de admiración por el nivel de realismo conseguido por los diferentes software de inteligencia artificial generativa, me acuerdo de aquellas escenas de El show de Truman, donde Jim Carrey arma un collage con fragmentos de rostros recortados de revistas con el objeto de obtener el rostro final de su amada.

Algunos defensores de la inteligencia artificial generativa, con tal de defenderla argumentan que lo importante es la historia. Se entiende que lo que quieren decir es que si la historia no la ha escrito una de estas inteligencias no carbónicas entonces estos defensores tienen la legitimidad para que las imágenes usadas en sus peliculitas sí provengan de las mismas. Podemos usar imágenes robadas y/o ya creadas previamente por otros siempre que el guion lo escribamos nosotros. La elocuencia es lo que tiene, te sirve tanto para vender un coche como para invadir Polonia. Ah, y para sentirte menos culpable.

Hay algo que me resulta perverso tanto en este terreno como en muchos ámbitos de la vida. Se trata del “si se puede y es legal, ¿por qué no me voy a beneficiar? Yo no voy a ser el único tonto”. Ese es el gran problema o, al menos, uno de los grandes problemas de la vida en comunidad en esta bola que da vueltas en el espacio. Que no existe la verdadera comunidad. Que todo se rige por la religión del dinero.

Hace unos días vi la película Verano del 85, de François Ozon, del año 2020. Rodada en 16 milímetros, escrita con una libertad consciente de escapar de las directrices de los manuales de guion y rodada con una intensidad y una frescura únicas, sé que esto no lo puede hacer la citada inteligencia computacional. Llámame tonto o viejo, es posible que tengas razón. Pero digamos que me equivoco y que en un futuro cercano esta tecnología sí pueda alcanzar ese nivel no ya de realismo (no entiendo el asombro con esto, pues roba imágenes ya creadas) sino también ese grado de autenticidad en lo rodado (en un guion, perdonen, no lo creo) y podamos ver pelis digamos “autorales” e indistinguibles de las creadas con personas de carne y hueso. Bueno, pues me da igual. Aún así, no deberíamos hacerlas de este modo. Sí, aunque se pueda. Reitero, llámame tonto. El hecho de que podamos hacer algo no significa que debamos hacerlo. Porque estaremos perdiendo algo en el camino. Tengo la impresión de que de esto no se habla. De que se da por sentado que si algo es legal, es legítimo. Por eso compramos naranjas diez céntimos más baratas en la gran superficie de capital francés en lugar de en la venta del barrio. Porque no somos tontos, ¿verdad?

Las películas no son sólo “la historia”, las películas son el resultado de un trabajo sinérgico, de colaboración entre diferentes personas bajo la batuta del director. Lo que se obtiene de esa maravillosa interacción real y orgánica son películas auténticas y especiales. Otra cosa es que lo que se pretenda obtener sea una película estandarizada, sin personalidad, un conjunto de clichés sin alma, indistinguible de otros miles de “productos” audiovisuales destinados al mero entretenimiento, que hagan trabajar lo justito al cerebro. Bueno, en ese caso, que se hagan películas con prompts. Hagan lo que quieran.

El otro día un joven estudiante de audiovisuales me preguntaba (y no es una pregunta tonta) qué es más importante, si el guion o la dirección. Si me lo hubiera preguntado hace años probablemente le habría respondido que el guion; que es la respuesta más habitual, por cierto. Ahora no. Le dije que lo importante es el resultado final, la película. Nadie sabe qué estaba en el guion, que se cayó de él en el rodaje o en el montaje, qué se incorporó en el set, qué ritmo o atmósfera se logró en el plató o en la sala de edición, qué mejoró la fotografía o qué surgió del trabajo con los actores que le añadió una capa extra a lo que estaba en el papel. El guion es importante; fundamental, diría, pero es un material que se deshace y se transforma en otra cosa. Tarkovski, por poner un ejemplo, es uno de los cineastas más reconocidos de la historia del cine, pero no se suele hablar de él como guionista, que lo era, sino, por resumir mucho, de la poética que desprenden sus imágenes. Bergman era un gran guionista pero esa faceta sólo era la base para construir escenas con un dramatismo y una fuerza inmensos que nacieron de un cineasta acostumbrado a trabajar con actores, viniendo como venía del teatro. Y qué me dicen de Berlanga, con sus magníficos guiones habitualmente escritos junto a Rafael Azcona. No me digan que si le introduces el guion de Plácido o de La vaquilla a un ordenador te va a crear esa absolutamente magistral puesta en escena elaborada mediante largos planos y esa verdad alcanzada cuando decenas de personajes se mueven ante la cámara como si estuviéramos asistiendo no ya a la vida, como si fuera un documental, sino a algo más intenso que ésta, a una vida que parece real pero que la trasciende, porque es la vida organizada en torno a un propósito superior. Una frescura, una naturalidad, una autenticidad dirigida y consciente. Porque eso es el verdadero cine.

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